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México Lindo y Querido

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México Lindo y Querido
Grabado Jose Guadalupe Posada.
José Zorrilla, el feliz autor de Don Juan Tenorio y decenas de obras teatrales y de poesía que en el siglo XIX causaron verdadero impacto en el mundo hispanoamericano, permaneció en su estancia en México por espacio de once años, en interlocución con figuras principales -Santa Anna, Maximiliano- y gente llana. Auscultando en profundidad, con ojo de incesante observador, la geografía de un territorio que recorrió intensamente en su ruralidad diversa y revuelta en tiempos de lucha entre liberales libertinos y conservadores religioneros que se disputaban el poder palmo a palmo, a golpe de galope de tropas y tiros. Conoció su agricultura y ganadería, la organización de las grandes haciendas, la celebración de las populosas ferias regionales con sus animados jarabes, juegos de banca, transacciones de ganado, procesiones y cultos. Y las infaltables pulquerías para saciar la sed y afinar el galillo. La religiosidad de su pueblo bueno. Como consignara detallista en Recuerdos del tiempo viejo, su obra de memorias.

"Lo primero que llamó mi atención fue el continuo encuentro por todas partes de indios cargados de cirios, cruces y objetos del culto divino, o de cohetes y artefactos pirotécnicos, y sobre todo gallos, cuidadosamente acomodados en cuévanos de mimbre, que en forma de largos toneles llevaban transversalmente a la espalda. Cada uno de estos cuévanos contenía ocho gallos, que asomaban sus encrestadas cabezas...En Méjico, los pueblos, los villorrios, las haciendas, las alquerías y hasta las ventas, están bautizadas con el nombre y puestas bajo el patrocinio de un santo: San José de Acolman, San Antonio de Ométusco, Santa María de los Hisaches...y pobre de éstos se creería deshonrado y abandonado por él si no hiciera fiesta del día de su santo patrono". Por esta razón, "los caminos están siempre llenos de indios que preparan las fiestas, y de vagos y devotos y ricos desocupados que acuden a ellas, a llamar a las puertas del cielo por la mañana, con la misa y las indulgencias concedidas a las imágenes, y a las del infierno por la tarde, con las apuestas de los gallos, y por la noche con las de la banca: una vela a San Miguel y dos al diablo."

Relata Zorrilla que la primera fiesta a la que asistió convidado fue la de jueves, viernes y sábado de Semana Santa, en Ajapusco. El cura del pueblo sermoneó con precisión en esos días de representación de la pasión y muerte de Cristo. "La noche del viernes guardaron al Cristo, después de haberle azotado, abofeteado y escarnecido, en una ermita, que llamaron aposentillo. Los soldados romanos y los enviados de la Sinagoga lo velaron toda la noche, y para que no se durmieran, los vecinos y devotos cristianos los proveyeron de abundante alimento y más que necesaria bebida. El cura nos dio tres homéricas comidas de vigilia, y el sábado de resurrección, si la gente de representación que allí nos hallábamos no sacamos a Judas de las manos de los creyentes, allí ahorcan de veras al miserable indio que por cuatro pesos se había comprometido a representar tan comprometido papel. El domingo se corrieron caballos y se echaron gallos a pelear, en cuya pelea y carreras, juntas con un par de horas de timbiramba, se perdieron unos cuantos puñados de duros. El cura disponía con la mejor buena fe del mundo, y satisfecho de compañía tanta y buena, las carreras y las peleas, y terciaba en las apuestas con los 111 duros que le habían valido sus once sermones."

Describe Zorrilla con maestría narrativa una feria a la que acudió durante sus movidos años mexicanos, en San Juan de los Lagos, a la que asistían unos veinte mil forasteros. "Multitud de carruajes, desde la pesada carreta arrastrada por bueyes y el gigantesco furgón tirado por enormes caballos de los Estados Unidos, hasta la ligerísima carretela de mi hospedador de Los Llanos, en la cual nos llevaban cuatro poneys colis y descrinados; multitud de acémilas y bestias de carga, conducidas por indios de todas las comarcas de la República; multitud de jinetes de ambos sexos, con los vistosos, ricos y abigarrados trajes de todos sus Estados, desde el jarocho de Veracruz y la china poblana, hasta el lujoso lazador moreliano y la jacarandosa tapatía; una nube de mercaderes y buhoneros, desde el miserable vendedor de baratijas, deshecho de quiebras, hasta el rico fabricante de rebozos de a quinientos duros y de zarapes de a mil, colocados en cajas de cedro" (cuyo) "finísimo tejido compite casi con los de Persia; multitud de ganado de toda clase, conducido a través de los campos por jinetes y picadores...; el carro-caja de los jugadores propietarios de la banca, escoltado por jinetes tan bien armados como de resuelto continente, y tras aquel y estos un general de la República a la cabeza de dos mil soldados, para mantener el orden y hacer respetar la propiedad a la multitud de vagos, ladrones y hembras de toda casta y condición."

Refiere nuestro autor la diversidad de alojamientos levantados por los concurrentes. Tiendas de lona, otras improvisadas con "mantas, colchas, zarapes o lienzos", chozas construidas con ramaje y así barracas. La especulación con los contados alojamientos en posadas. "Un aposento...un tabuco para una o dos personas, veinte pesos diarios; una sala para cuatro, cincuenta; una alcoba o gabinete, de sesenta a ciento; un tablado de cama, diez; en colchones dormía quien los llevaba". Igual anota los precios elevados de la cerveza y de los vinos de Burdeos o de Champagne, cuyas tarifas iban in crescendo a medida avanzaban los días de la feria. "El lugar consistía en una larguísima y ancha calle, formada por dos hileras de blancas y desiguales casas, tras de las cuales se apiñaban otras...en estrechas e irregulares callejuelas. Una gran plaza en el centro y una grande iglesia en el extremo, ante otra plaza. Por ambos lados de aquella gran calle se instalaron una infinidad de tiendas, barracas y tinglados, en cuyo interior no me atreví a cerciorarme de lo que había ni a enterarme de lo que pasaba...a no que Dios, cansado ya de mirar a la tierra...no haya visto la feria de aquel San Juan."

Observa en su narración la confiabilidad de las transacciones en la venta de ganado a futuro que se realizaba en la feria, clave de un código de ética en los negocios en el que se presume la buena fe de los actores. "Un ganadero de Tabasco, v. gr., vende a un propietario de Querétaro o de Zinapécuaro una partida de mulas, unos centenares de bueyes o unos miles de ovejas, diciéndole su edad y cualidades; el comprador y el vendedor se dan sus señas y dirección, y convienen en una fecha y en una cantidad, y a su tiempo ambos recogen la palabra dada, remitiéndose uno a otro los miles de duros y los miles de reses objeto del contrato."

"La alegría es universal, y corre allí parejas con la confianza y la buena fe comerciales: todo el mundo se divierte cuanto puede; nadie escatima sus gastos, y pocos dejan de apuntar un puñado de onzas en la banca, a la cual ni está mal mirado que nadie se siente, ni nadie extraña que nadie se arruine o se enriquezca. En Méjico, no sólo no está prohibido el juego, sino que está autorizado; los banqueros pagan una fuerte contribución e instalan su banca en horas fijas y en una casa cuyas puertas y ventanas están siempre abiertas, y en la cual no entra la policía si no se la llama, cosa que rara vez sucede". Alude al juego como una costumbre y diversión nacional, siendo en esa sociedad "un vicio de nobles y una diversión de caballeros". Por lo cual casi nadie lleva dinero encima cuando acude a estas casas, en las que los banqueros otorgan un crédito en efectivo a los jugadores, quienes deben registrar sus nombres y domicilios. Considerándose sagradas las deudas de juego.

En ciudad México conoció Zorrilla a un cura que tocaba el piano con soltura acompañando a los cantantes en veladas líricas familiares. Era el campechano cura de Chalma, quien rondaba los 40 años, "de fisonomía expresiva, sonrisa perenne y carácter franco", presumiblemente rico por sus hábitos de vida en la capital mexicana. Gran discutidor de temas diversos con el descreído doctor Sanchiz, amigo del escritor, "homeópata, frenólogo, espiritista, y progresista". Curioso Zorrilla acerca del cura, preguntó por él al editor gallego Cagigas, quien le mandó a indagar con su hospedador, un rico hacendado mexicano. "Con los cuarenta o cincuenta caballos que ustedes tienen en caballeriza y los dos o trescientos en el potrero...ya verá usted lo que es en Chalma el cura de Chalma", remachó Cagigas. Aprovechando la fiesta del Cristo titular de la comarca, enrumbó Zorrilla junto a su anfitrión hacia Chalma, por esos "caminos del diablo" accidentados, plagados de ladrones que en México llamaban "mañosos, los niños, los traviesos, tratándoles con cierto mimo, como gente de casa". Al igual, a su decir, que a los negros en Cuba cuando se les llama cariñosamente "morenitos".

Fueron alojados holgadamente en la casa curial en aposentos impecables. Allí no habitaba nadie del bello sexo, ya que entre las cincuentonas indias que les preparaban las tortillas y servían, y los hombres de cara lampiña que usaban trenzas, no había manera de distinguir. Al siguiente día les despertó el estruendo de cohetes, tiros, campanas, relinchos y ladridos de animales y ruido de moradores del festejante pueblo. Una "nube de indios" bajaba por los cerros acompañados por "tambores, trompetas y músicas, y cargados todos de cruces, que en torno de ellos y encima de sus cabezas, formaban bosque". Con una diversidad de materiales asombrosa. "Cruces de madera, de flores, de bejuco, de paja, de velloritas engarzadas, de espinas de biznaga, de plumas de águila, de paloma, de colibrí", que no cabían en la iglesia. Ya en ésta, se instalaron buhoneros, rosquilleros, vendedores de comestibles, de medallas y otras baratijas religiosas. Al final de festividad, los jefes de grupo debían hacer sus aportes en metálico a beneficio del cura. Que no sólo de rezos y cantigas de Santa María vive el siervo del Señor.