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Conversaciones con un extraño

Este señor, de barba cuidadosamente recortada y acendrada delgadez, que lleva lentes de tamaño enano que descansan sobre los bordes de su ancha narigueta, me aborda de improviso -como si estuviese hace rato velando mis pasos- al momento en que, con par de bolsos en las manos, me retiro de la librería a la que he acudido esta mañana a enterarme de las novedades recién llegadas.

-Perdone usted. He estado esperándolo para hacerle una consulta, si me lo permite.

Observo que lleva, igual que yo, dos bolsos de la misma librería y reparo en que durante la hora y cuarto en que he permanecido entre los anaqueles de la tienda no recuerdo haberlo visto en la misma tarea de buscar y rebuscar textos. No le doy importancia a este detalle y atiendo cortésmente el reclamo del desconocido.

-Con mucho gusto. Usted dirá.

-Acabo de adquirir (en verdad ha dicho "llevarme", lo que por segundos me hizo pensar en que los había hurtado) este paquete de libros. Me gusta leer. Las canas que tengo (y son todas las que hay que tener porque la nieve que cubre su cuero cabelludo es total) me nacieron leyendo. (¿Y qué fue lo que leyó para llenarse de este enjambre canoso?, me pregunto en silencio).

-Buena noticia. Siempre es agradable encontrar personas que dedican tiempo a la lectura. Hay que cultivar… (intentaba un sermón de los consabidos, pero mi interlocutor inesperado corta bruscamente mi discurso.)

-Vengo a esta librería cada dos o tres meses, porque los libros están muy caros, pero cada vez que paso por esta librería me llevo ("me llevo", dice) una buena porción, como podrá usted observar a simple vista. Mire, llevo dos fundas igual que usted. Pero, estoy seguro que usted se lleva sus libros (prefiero adquirirlos, estuve a punto de corregirle) con alguna orientación. Lo conozco bien, leo sus artículos cada semana y puedo intuir que no lleva a su casa cualquier libro, usted sabe lo que se lleva. (Paro las antenas cuando afirma mostrando cierta seguridad, que me conoce bien y que intuye lo que me "llevo" a casa de la mercadería bibliográfica).

-¿Cuál es su problema, para poder entenderlo mejor?

-Sencillo. Compro sin que nadie me oriente y cargo libros, entre los cuales hay algunos que abandono a medio camino, los hay que se me caen de los manos y están los que dono al Ayuntamiento.

-¿Cómo así? Aunque parezca insólito, el Ayuntamiento no posee bibliotecas. Bueno, quizá muy pocos ayuntamientos tengan abiertos escenarios de lectura (sueno aquí un poco intelectualoide y me recojo). No hay biblioteca municipal ya en Santo Domingo. Y poco hacen alcaldes y regidores para fomentar bibliotecas barriales. Entonces, ¿por qué hace usted ese donativo al Ayuntamiento?

-He querido decir que algunos libros me resultan tan "cargantes" (lo ha dicho tal cual) e insoportables (esa fue su afirmación, dejo constancia) que los envío en el camión que, de cuando en vez pasa por casa, que recoge desechos para Duquesa.

-Ahora comprendo, digo mientras sonrío por primera vez en la conversación. Y agrego: el que sienta desilusión por algún libro adquirido, es normal. Y lo de que se le caiga de las manos (sobre todo si se ha dormido mientras leía) no es tampoco nada del otro mundo. Algunos leemos hasta el final por disciplina de lectura, pero también soltamos en banda algunos libros que nos defraudan o los dejamos no solo que se nos suelten de las manos sino que se despecuecen en caída libre. Ahora es el señor el que ríe a mandíbula batiente.

-Necesitaba escuchar eso para sentirme bien. Pensaba que era un mal lector, porque fíjese usted, mire todo lo que llevo en estas fundas. El señor -a quien hace rato le calculo entre cuarenta y cuarenta y cinco años, aunque aparente con sesenta y algo, a causa tal vez de la poblada canicie que dejó inundar su cráneo por las buenas y malas lecturas con las que dijo haber crecido- me muestra ahora lo que acaba de adquirir en la librería, o sea de "llevarse" de la tienda de libros a la que ambos hemos destinado un tiempo razonable en esta mañana de viernes.

Cerca hay un banco de hierro pulido, donde presumo estuvo el señor esperando para abordarme, a modo de asalto verboso. Hacia allí encamina sus pasos y me conduce a mí para mostrarme su compra. Como en un acto de prestidigitación barata, comienzan a desparramarse los libros adquiridos creando un despapaye que se distribuye en el asiento y hasta en el suelo.

-Vamos a ver. Ordenemos la cosa. Miremos libro a libro de los que se ha "llevado" hoy.

Por la forma y el desconcierto del momento, parece en verdad un acto de pillaje lo que ha sucedido. Respiro hondo (¿Y en qué vaina me ha metido este hombre hoy, cuando justo salía rápido de la librería para llegar a casa a tiempo de almorzar con mis hijos y mis nietos?).

-Perdone usted, aunque ya debiera andarlo tuteando porque "andamos" con la misma edad. (De "andar" no sé, pero es obvio que va por la vida más envejecido que yo. Digo. El se ve envejecido, yo no, cuidado.)

Vamos viendo uno a uno los libros que ha adquirido. Es una amalgama de colores y vibraciones, un condumio abigarrado de proteínas, carbohidratos y alimentos alcalinos. Un baturrillo de títulos, letras y autores que provocarían deshidratación instantánea. Hago el conteo. Una novela completamente desdeñable. Un poemario sin destino. Dos o tres textos de autoayuda de los que terminan creando más dudas que fe en lo que pregonan sus autores. Un libro menor de autor extranjero. Un ensayo de a pie, como llamo a los que se han escrito sin poner la sesera a funcionar debidamente. Dos o tres "cosas" más de las que cumplen la indigna función de descartables. Por este tenor, "anda" una docena de librillos y libracos. No le digo nada aún. Solo hago la cuenta y mis propias anotaciones.

Veo ahora una luz en el túnel en que me ha metido este lector dubitativo e inconforme. He apartado en el rincón izquierdo del banco los libros que prefiero no comentarle, para que él saque sus propias conclusiones. Me siento en el lado derecho del banco, mientras él sigue de pie.

-Mejor me quedo "parado". Sufro de almorranas y me va mejor mantener mi efigie circunspecta, de modo que no se magulle. (No logré contenerme. La risa me salió estruendosa, casi hiriente. Pido excusas.)

-Mire, por aquí veo algunas compras excelentes. No todo está perdido. (El gancho va al mentón. Aprecio que el hombre se da por enterado pues pliega el rostro.)

-"Columnas que arden, lagos de fuego" de Javier Reverte. ¿Sabe de qué trata?

-Me llamó la atención el título. Nada más.

-Son memorias de un viaje de un destacado novelista y poeta español que conoce muy bien Africa y que se ha hecho famoso por narrar sus peripecias por ese continente, lleno de misterios. Esta crónica de viaje, que se lee como una novela, es sin dudas exquisita. La disfrutará.

-Sígame diciendo.

-Pues le digo rápido porque el tiempo apremia y en casa me esperan. "Papi" de Rita Indiana Hernández. Es una "rompedora" de nuestra literatura. Si digiere usted bien lo que no tenga tintes de tradición, ni le provoca alarma lo inusual en materia literaria, esta obra sabrosísima le divertirá. "Todo lo que era sólido" de Antonio Muñoz Molina. El enfoque es revelador, plantea verdades irrefutables, pero al final me cansé de sus monsergas y repeticiones. Creo como que perdió el ritmo y la reflexión que iniciara con buen pie se fractura antes de concluir la lectura. Vale la pena, de todos modos. "Andanzas patrióticas de Luperón" de Santiago Castro Ventura. Hay varios ensayistas y recopiladores luperonistas. Este autor es médico pero ha hecho una carrera literaria encomiable. Y su Luperón demuestra capacidad de investigación y análisis. "Un cuarto lleno de anguilas" de Rubén Sánchez Féliz. ¡Formidable elección! Este es un escritor residente en Nueva York que ha emergido con fuerza en apenas unos dos o tres años, ganando premios importantes. Me gusta su estilo narrativo y sus historias. Léalo a gusto y luego le invito a seguirle el rastro. "Un comunista en calzoncillos" de Claudia Piñeiro. Esta escritora argentina ha sido un auténtico hallazgo para mí en los últimos años. El título parece de comedia, pero se trata de una historia personal y política que embriaga. "Manuelita. La amante revolucionaria de Simón Bolívar" de Manuel R. Mora. Esa es la Manuela Sáenz, que el propio Bolívar llamó "La libertadora del Libertador". Es un ensayo biográfico apasionante. Las historias sobre esta mujer de armas tomar la conocemos de forma novelada en "La esposa del doctor Thorne" del venezolano Denzil Romero, y "El General en su laberinto" del colombiano García Márquez. "¡Exodo!" de Pastor Vásquez Frías. En estos momentos de crisis dominico-haitiana leer a uno que conoce a fondo la realidad de la migración de nuestros vecinos hacia este territorio, es un buen paso. "Leona o la fiera vida" de Angela Hernández Núñez. Una magnífica compra. Ella es una escritora profesional, de grandes méritos. Yo estoy leyéndome esta novela y veo notables aciertos.

Concluye el periplo explicativo. Me levanto del asiento para despedirme. Noto que los libros que le he comentado los introduce en uno de los bolsos de la librería. Los descartables, que nunca los llamé tales ante él, los coloca en el otro bolso. Me temo que los donará al Ayuntamiento. Cuando ya no esperaba más, me lanza al ruedo nuevamente, como si nada:

-Pero, espere. Usted no me dicho lo que "lleva" en sus fundas. Explíqueme lo que trae esa "carga".

-Lo siento, amigo. Ya no tengo más tiempo. Le prometo darle cuenta de ellos en una de mis incursiones sabatinas. Le diré los que me desvelaron, los que disfruté, los que abandoné y los que se me cayeron de las manos. Espere ese día.

Y partí raudo, no fuera cosa de que viniese con nuevos disparos. Ni siquiera miré atrás, pensando si este extraño lector que me abordó con asechanza y alevosía librera había quedado satisfecho o, si por el contrario, sus fluctuaciones lectoriales y mis comentarios alevosos habíanle provocado mayor ansiedad y perplejidad.

(Historia verídica ocurrida en los días finales de noviembre)

www. jrlantigua.com

Vamos viendo uno a uno los libros que ha adquirido.

Es una amalgama de colores y vibraciones, un condumio abigarrado de proteínas, carbohidratos y alimentos alcalinos. Un baturrillo de títulos, letras y autores que provocarían deshidratación instantánea.