Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Lecturas

Bienaventurados los limpios de corazón

El Señor estaba aquella tarde en la parte más empinada del cerro, mientras una gran muchedumbre le seguía en busca de su palabra de redención. Podemos imaginarnos aquella tarde: limpia, clara, con un sol refulgente, con un viento apacible y sereno presidiendo con sus silbidos tenues la jubilosa romería y el fabuloso festín de la saciedad eterna que se ofrecía ante las conciencias de la multitud.

El Señor estaba sobre aquel cerro, rodeado de hombres, mujeres y niños que seguían, atentos, casi hipnotizados, su acento firme, su proclama severa y su gesto preciso, junto a su mirada dulce y su rostro generoso.

Sobre aquel cerro pronunció el discurso clave de su apostolado redentor. Y construyó también allí uno de los pasajes más relevantes de su carrera evangelizadora, donde encontramos los signos más audaces de su honda proclama de salvación. Fue allí donde dijo que los limpios de corazón, los puros de conciencia, serían bienaventurados y verían a Dios. A los pobres de espíritu y a los perseguidos por la justicia les prometió el reino de los cielos. A los que lloran, consuelo. Hartura, a los hambrientos de pan. Les prometió a los pacíficos recibir el título de hijos de Dios. Pero, solo a los limpios de corazón les anunció que verían a Dios. ¡Qué promesa y qué esperanza!

La vida actual, esa cotidianidad donde los valores se entretejen con las ambiciones más voraces. Enlutada casi siempre por los padecimientos provocados por la ruina de los preceptos morales. Ese diario vivir consumido por la impertinencia de una insatisfacción vital casi perenne. Acogotada por el ritmo pertinaz de la violencia familiar o callejera, de la traición, de las medianías, de la deslealtad, de la indiferencia ante la pobreza extrema, del afán de lucro sin el menor interés en colaborar con la construcción de una mejor sociedad, del atiborramiento de pendencias, de las artimañas y apurada movilidad social que encumbra tantas mediocridades y promueve tantas iniquidades. Esa realidad impide en su trepidante razonamiento volver la cara hacia Dios y colocarnos de frente a la verdad inviolable de las bienaventuranzas.

La sentencia del Señor Jesús sobre el collado de la Galilea febril que seguía entusiasmada su discurso profético, llega hasta nuestros días con gravitante trascendencia. La simulación, la envidia, la apariencia frívola, el interés espurio, la conquista nefasta, el dolor cercenante, la diatriba infecunda, la deportiva práctica de hundir reputaciones, la palabra soez y maldiciente, la maltrecha vanidad del embustero, el denuesto permanente, las acrobacias verbales para justificar entuertos, la mentira ilustre y piadosa para dormir incautos, la ruina de los preceptos y la merma de las ideas de bien, se encaminan hoy por derroteros fáciles, frente a la indiferencia de los que por abulia, desinterés o hartazgo nos vamos haciendo de la vista gorda.

La voz de Jesucristo debe llegarnos en su profundidad avasalladora, como en aquel Sermón de la Montaña, para despertar conciencias y apurar remedios en una sociedad necesitada de una limpieza a fondo en sus largos meandros de mentira e impureza. Los escritores, artistas e intelectuales que creemos en la obra de Dios, no podemos ser entes pasivos en la proclamación de nuestra fe. Del mismo modo que otros celebran públicamente su ateísmo o su agnosticismo, los cristianos debemos expresar abiertamente la seguridad que nos provee el discurso mesiánico de Jesucristo. Sin importar las tendencias a las que cada uno se adscribe. En mi caso, es católico. Pero, vale igual en evangélicos, metodistas, bautistas, ortodoxos, protestantes o anglicanos.

Para ver la obra de Dios basta abrir el corazón a los principios de la fe y la Verdad. Hombres y mujeres que escuchen la voz de Isaías: "Entonces tus oídos oirán a tus espaldas la palabra que diga: Este es el camino, anda por él, y no echéis a la mano derecha, ni tampoco torzáis a la mano izquierda". Hombres y mujeres, como explica San Pablo en Romanos, que no existan solo para juzgar a los demás o para ser motivo de escándalo permanente, sino que comprendan que el reino de Dios "no es comida ni bebida, sino justicia y paz, y gozo en el Espíritu Santo".

Dios es una experiencia acumulada sobre los muros de la angustia y los rigores de una cotidianidad abrumante. Dios es una vivencia revelada en los actos de una experiencia que me confirma no solo su existencia, sino su presencia. Dios no es una abstracción, sometido al escarnio de ser una figura etérea, sublimado en una concepción inalcanzable, al que no puedo -ni debo- intentar aprehender, descubrir, conocer. Dios es una realidad viva, que se somete cada día a la apertura perfectamente posible de revelarse en sus designios, que nos convoca en cada aurora a la posibilidad experimentable de su amistad, que nos congrega cada atardecer a la reflexión sobre su existencia para abrirnos al camino de su misericordia.

Me aburren (aunque los respeto) los que afirman creer en un Dios que es Absoluto, Ordenador del Universo, Supremo Hacedor o Ser Superior, enmarcado en un contexto inasible, al que es interesante reconocer pero no es posible aceptar como realidad viva, ni es prudente intentar acercársele para reclamarle una explicación a nuestras desesperanzas, o solicitarte un apoyo a nuestras necesidades, o simplemente darle gracias por el regalo de la vida, por su amistad, por su presencia. El Dios abstracto e inalcanzable, al que nunca podemos llegar, no tiene sentido ni posibilidad de supervivencia. Es un Dios que se consume y se exprime y se evapora al primer aleteo de inconformidad o al primer viento de duda.

Mi Dios no ha vivido el crepúsculo de Nietzche, ni ha sido roto por el Big Bang de Hawkins. Mi Dios no es el esotérico que me abruma con su desbordado espiritualismo. Ni el Dios comisario que me tiende una trampa en cada bruma de la cotidianidad. No es mi Dios el que proclama sumisión y el que ordena mi condena. Ni el que persigue y acorrala. Ni el que fiscaliza, reprende y minimiza mi libertad, reduciendo los espacios de realización humana y espiritual. No lo es el que se ritualiza en un compromiso de sábado o domingo, o de viernes de cuaresma. O el que es reconocido solo en las páginas de la historia o de la concepción filosófica.

Dios es para mí, una Verdad a la que acudo diariamente para descubrir caminos y despejar sendas. Una certeza en la que espero. Una palabra incorporada a mi vitalidad, desde el espejo de su sabiduría y su poder. Decía Pániker: "El hombre no se conoce a sí mismo, más que contemplándose en Dios". Para el cristiano, Dios tiene un nombre y es una palabra viva: Jesús. Aceptar a Jesús es congregarse en su gracia. Una gracia que necesita ser comprendida y asimilada para poder ser transmitida. Péguy afirmaba que la gracia de Dios es insidiosa, retorcida, inesperada y terca. "Cuando se la pone en la puerta de la calle, entra por la ventana. Cuando la gracia no ataca de frente es que ataca de costado. Cuando no viene recta es que viene ondulada. Cuando no viene ondulando es que viene en zigzag".

"El hombre es la mejor residencia de Dios", afirmaba Evely. Y Bliekast reconocía que "ser cristiano es la más grande, la más auténtica osadía a la que el hombre es dado a atreverse". Por eso, el discurso de las Bienaventuranzas me confirma en esta Verdad y en esta Fe. El Señor nos sigue anunciando, como lo hizo aquella tarde frente a la muchedumbre de Galilea y de la Decápolis, de Jerusalén y de Judea, la necesidad de que vivamos una fe transparente y proclamada, frente a los aspavientos de la crónica negra y contra las coartadas ruines de la sobrevivencia de cada día.

Mientras la heterogénea multitud descendía aquella fresca tarde del cerro donde el Señor pronunció su más acabada pieza de salvación, digna de una antología del discurso universal, todavía resonaba la voz del Maestro llamando bienaventurados -como recoge Larrañaga en singular crónica- a los que son transparentes, porque ellos verán cómo en un amanecer Dios se acerca a un almendro, lo toca con su dedo, y el almendro revienta en una explosión de llamas rosadas... Verán como Dios enciende todas las noches las estrellas y todas las mañanas la hoguera gigantesca del sol... Verán sonreír a Dios en las flores, danzar con las olas, vestir las margaritas del campo, alimentar a los gorriones, velar el sueño de los niños, derramar aceite en las heridas... Verán abrazarse la llama y la nieve, el mar y el viento, el crepúsculo y el amanecer... Verán como Dios saca los ríos de los manantiales, riega los montes, reparte la comida al ganado, a las fieras del bosque y a los peces del mar, a cada uno a su tiempo... Lo verán decir, una y otra vez, crean en la promesa de mi hijo, en su firme promesa que asegura que serán bienaventurados todos los limpios de corazón y conciencia, porque ellos caminarán de prodigio en prodigio, y verán a Dios en cada esquina y en cada amanecer.

-----

(Mañana se inicia la Semana Mayor. Si te quedas en la ciudad o si viajas donde te plazca. No importa dónde te pases el día o te coja la noche. Cualquier espacio es un altar para musitar una oración silente o en compañía. Y para generar una reflexión sobre la trascendencia del acto de amor que significó el sacrificio de la tarde del viernes santo en el Gólgota.)

www. jrlantigua.com

La voz de Jesucristo debe llegarnos en su profundidad avasalladora, como en aquel Sermón de la Montaña, para despertar conciencias y apurar remedios en una sociedad necesitada de una limpieza a fondo en sus largos meandros de mentira e impureza. Los escritores, artistas e intelectuales que creemos en la obra de Dios, no podemos ser entes pasivos en la proclamación de nuestra fe.