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La geografía racial dominicana (II de II)

La presencia haitiana en la genealogía dominicana tiene antecedentes históricos definidos. Con ascendencia haitiana en sus genes figuran nombres de varias de nuestras grandes personalidades históricas: Buenaventura Báez, Ulises Heureaux, Gregorio Luperón, Rafael Leónidas Trujillo y José Francisco Peña Gómez, entre otros más.

Esto demuestra, a nuestro modesto entender, que la presencia haitiana en muchos genes dominicanos no ha hecho más que sostenerse y solidificarse con una fortaleza silenciosa más fuerte que la sangre árabe que ha mantenido su crecimiento digamos, natural, por lo que esta presencia sanguínea haitiana produce al mismo tiempo una conjunción de factores genéticos y un entrelazado de factores culturales con los que, poco a poco, tramo a tramo, se reforma el ser dominicano en su concepción originaria y en su naturaleza fundamental.

Los cambios epocales, por otra parte, han dado lugar a un fenómeno, aún poco estudiado en toda su amplia dimensión connotativa que reviste características muy especiales, difícilmente previsibles hace menos de tres o cuatro decenios. Se trata del surgimiento, crecimiento y maduración de una genealogía de origen europeo, fundamentalmente italiana, aunque incluye otras nacionalidades tan dispares como la francesa o la suiza, además de la misma española, ahora desde otra vertiente histórica.

En los últimos cinco o seis lustros, o sea a partir probablemente de los mismos inicios del decenio de los ochenta del pasado siglo, comenzó a producirse un auge migratorio, originalmente muy reducido, de mujeres dominicanas hacia países europeos, al principio España y Francia. La mayoría de esas mujeres hicieron el viaje aleccionadas por nacionales de esos países o inducidas, siempre en busca de una tierra de promisión, por dominicanos que ya tenían varios años de establecidos en esas tierras. Se instalaron como domésticas, sirvientes de bares, cocineras, cuidadoras de infantes y envejecientes, y oficiantes del amor libre.

El turismo de Europa que comenzó a germinar en ese mismo decenio de los ochenta, trajo a la República Dominicana a contratantes de tours de dominicanas que viajaron ilusionadas por un mejor porvenir económico. El radio de acción se fue ampliando hacia Italia, Alemania, Suiza, Portugal y, para inicios del decenio de los noventa, las mujeres dominicanas -la proporción masculina en este trasiego evidencia ser mucho menor- estaban cubriendo prácticamente toda la geografía de Europa central, no solo en los tortuosos trajines de cortesanas, sino en distintos tipos de oficios menores. Algunos hombres y algunas mujeres dominicanas han elevado ciertamente sus niveles de vida, instalando negocios alimenticios y de recreación, y diseminan por todo el entorno europeo -desde Aravaca hasta Berlín, y desde Lisboa hasta Milán- las costumbres, los vicios y virtudes propios de la nacionalidad dominicana.

Este movimiento migratorio -desde y hacia República Dominicana- ha generado una nueva corriente de consanguinidad, pues en una proporción cada vez más estimable -aunque no existen tal vez datos estadísticos sobre la experiencia- se conoce de una significativa prole de dominicanos y dominicanas de padres italianos, suizos, alemanes, españoles, con lo cual se obtiene como otra nueva y demostrable conjura del tiempo aquello a lo que Rafael Leónidas Trujillo aspiró persistentemente durante los años de su imperio absoluto: "mejorar" la etnia dominicana con la importación de españoles y judíos que no cumplieron, por razones obvias, sus papeles de sementales cautivos, inoculadores de sus sangres blancas en la sangre mulata y negra del ser dominicano. Por el contrario, una situación que Trujillo siempre enfrentó, negándose a sí mismo en sus vínculos sanguíneos con la haitianidad, como fue la unión carnal y espiritual entre las poblaciones de las dos partes que forman la isla, se ha producido de forma lenta pero persistente y en auge, principalmente en los últimos siete u ocho lustros posteriores al fin de su gobierno.

Ha crecido pues, la etnia dominicana en los más de cincuenta años que han seguido a la conclusión de la dictadura. Y ha crecido desde distintos soportes de casta y a partir de diversificados y ambivalentes linajes: por un lado, la activa presencia haitiana y, por el otro, la dinámica europea en nuestra prosapia actual, y tal vez sería mejor decir, futura. En ambos casos, nuevos ingredientes culturales y sociales afirmarán necesariamente renovados valores y enfoques vitales. Crecerán ramales sanguíneos imposibles de prever hace apenas cuatro decenios, y se proyectará una nueva raza conformante del auténtico ser dominicano, tan variada como la misma que ha dado forma en toda época histórica a nuestra realidad nacional. Españoles o boricuas, italianos o árabes, chinos o haitianos, cubanos o cocolos barloventinos, norteamericanos contemporáneos o esclavos libertos como los de Samaná, los dominicanos actuales -y futuros- constituyen una mezcla creciente de etnias vivas que interactúan con firmeza incontrolable en la conformación definitoria del ser nacional. Se hace evidente que la raza del hombre dominicano está signada por la variedad de origen y por la multiplicidad de formas étnicas que son, y habrán de ser, obligadamente, las que nos identifiquen plenamente en el futuro. Nuevas variables inducirán a formas novicias del ser dominicano y el chovinismo, como expresión de una lealtad pura a la constitución originaria del hombre dominicano (si acaso la hubo alguna vez. Juan Pablo Duarte era hijo de padre español y es el Padre de la Patria), seguramente alejada de la realidad presente, deberá revisar sus proclamas de identidad con las normas históricas proyectivas del ser nacional y abrir caminos a una instrucción patriótica más en consonancia con los dictados renovadores del tiempo.

¿Cuáles patrones de principios y de acción colectiva deberán preservarse y definirse en el porvenir? ¿Cuáles factores serán los que identificarán el ser nacional en los años siguientes del presente siglo? ¿Cuáles elementos serán los que servirán para evaluar, proyectar y definir la constitución moral, social, cultural y espiritual del hombre dominicano? ¿Se precisa aún de una dinámica de sostén de la ideología del ser nacional, nacida del ideal trinitario, colocando nuevos atributos sobre la conformación originaria del ser dominicano? ¿Es necesario prevenir conductas nacionalistas que, en la práctica, han sido superadas, a pesar de la insistencia en regenerar un cuerpo social y una prosapia distintiva que resulta definitivamente diferente y radicalmente singular, al retrato de la dominicanidad forjado por el discurso tradicional de las castas que llevan en su interior, en constante forcejeo por desconocerlas, las peculiaridades identificatorias de razas distintas y distantes?

Se precisa, seguramente, de una vuelta al rostro diamantino y siempre estimulante y vital de febrero, al ideario primigenio y fundamental del duartismo, pero desde una óptica consustanciada con el acopio múltiple de razas, haberes culturales y sentimientos espirituales que se identifican ya con la razón existencial del ser dominicano de nuestro tiempo. Todo esfuerzo en otro sentido, no solo podría resultar inefectivo, sino, mucho más aún, contrario a una dinámica del tiempo y sus designios, que parece existir para conspirar contra nuestras lealtades y esperanzas, como si acaso fuese solo suyo el siempre acuoso, volátil y mudante juego del porvenir.

www. jrlantigua.com

Ha crecido pues, la etnia dominicana en los más de cincuenta años que han seguido a la conclusión de la dictadura. Y ha crecido desde distintos soportes de casta y a partir de diversificados y ambivalentes linajes: por un lado, la activa presencia haitiana y, por el otro, la dinámica europea en nuestra prosapia actual, y tal vez sería mejor decir, futura. En ambos casos, nuevos ingredientes culturales y sociales afirmarán necesariamente renovados valores y enfoques vitales. Crecerán ramales sanguíneos imposibles de prever hace apenas cuatro decenios, y se proyectará una nueva raza conformante del auténtico ser dominicano, tan variada como la misma que ha dado forma en toda época histórica a nuestra realidad nacional.

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