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Algunas lecciones dominicanas

Los días 30 y 31 de marzo de 1994, el periódico Hoy publicó en dos entregas mi artículo Algunas lecciones dominicanas. Íntimo y entrañable, al releer ese trabajo, me doy cuenta de que habría podido escribirlo hoy, acaso mejorando su redacción. Después de su publicación, viví algunas experiencias fundamentales: la creación y dirección del departamento de prevención de la corrupción; la carrera como director, decano, vicerrector académico y rector de la Universidad APEC (UNAPEC); y más recientemente, la participación en el más alto escenario jurisdiccional de mi país, como juez del Tribunal Constitucional. Por si fuera poco, me nacieron María Victoria y Diego Alejandro, para sumarse a Laura Natalia y Pedro Justo, que aparecieron en las líneas de ese artículo. En ese texto está el hombre que he sido y soy. En él se explican muchas de las cosas que hice después de publicarlo.

Por ejemplo que, siendo director del Departamento de Prevención de la Corrupción, promoviera la elaboración, impresión y distribución en muchas oficinas públicas a nivel nacional de un hermosísimo cartel que, bajo el título "¡SIGAMOS EL EJEMPLO DE HONRADEZ DE NUESTROS PADRES!", reproducía la rendición de cuentas que hiciera Juan Pablo Duarte en los albores mismos de la nación dominicana; el mismo diseño con el que luego, en julio de 1999, promoví, a través del Instituto Postal Dominicano (INPOSDOM), la emisión de un sello postal alusivo al aniversario de la fundación de La Trinitaria.

Y, asimismo, que tiempo después diseñara la celebración del Mes de la Patria en UNAPEC, desde el 26 de enero hasta el 27 de febrero de cada año, en el marco del cual realizamos incontables y trascendentes jornadas académicas -conferencias, paneles, exposiciones, concursos-, incluyendo la reunión, una mañana de cada una de sus cuatro semanas, de todos los actores universitarios, desde los más pequeños estudiantes -niños y adolescentes de los dos colegios APEC-, hasta los profesores, estudiantes y empleados para enhestar la bandera dominicana y cantar el himno nacional.

Allí, en la vida del niño que recuperé entonces, está, pues, la génesis del espíritu y del talante del hombre que he sido después. Mi madre, que fue protagonista de esa historia, me ha recordado en varias ocasiones, a propósito de diversas participaciones públicas mías, las anécdotas que en ella cuento. Recuerdo que el año pasado, cuando puse en circulación mi libro En la universidad y lo dediqué a nuestro padre fundador, "acreedor de nuestras certidumbres y alegrías esenciales, en el bicentenario de su nacimiento luminoso e interminable", al finalizar mis palabras me comentó que pensó que compartiría con los presentes aquellas historias, aquellas lecciones. No lo hice entonces. Lo hago ahora, en estas fiestas patrias, como un homenaje, por demás reiterado, a quienes, liderados por aquel venerable hombre, nos legaron lo que define, racional y subjetivamente, a la enorme mayoría de nosotros -no a todos, como siempre-: la dominicanidad. Y como un homenaje, también -igualmente reiterado-, a mi padre, Justo Castellanos Díaz, quien "me encajó en el tuétano (...) el amor a la patria y el orgullo por lo nuestro" y que en este febrero cumple veinticinco años de haber partido, así como a mi madre, Idalia Khoury, quien lo acompañó "siempre en esa inteligente, amorosa y linda tarea".

Yo llegué aquel día de abril de 1961, a las nueve de la noche a la Clínica Dr. Asilis, entonces en la Bernardo Pichardo esquina Santiago, en Ciudad Nueva. Tres horas más tarde, medianoche ya, mi padre saldría de su segundo empleo del día, en Radio Caribe, a conocerme, es decir, a pelear con las enfermeras de aquella clínica que, cumpliendo lo reglamentado, le explicaron una y otra vez que ya aquellas no eran horas para visitas; excepto, claro, para él, que no entendía de qué le estaban hablando, que había echado el día trabajando duro y que a esas horas andaba con la decisión irreductible de conocer a su primogénito, así tuviera que romper algunas ventanas frontales de aquel inmueble, tal cual amenazó en varias ocasiones hasta que por fin le permitieron emocionarse una y otra vez frente a mí que seguramente dormía, cansado del viaje recién realizado.

Faltaba casi un mes para ajusticiar a Trujillo, esa muerte reconocida y esperada, revoloteando por los aires de la ciudad hasta posarse aquel día de mayo, para orgullo de mi viejo que decía, juraba, que su primogénito no nacía en la Era del Jefe; bien puede decirse que no lo hice, un mes es nada en relación con treinta años.

Allí, pues, nací. Y a pocos a pasos, por cierto, pasé mis primeros días, en la Doctor Delgado, que entonces era de dos vías, no sé si recuerda, en una casa de dos plantas entre la Leonor de Ovando y la Santiago; para, poco después, irme a vivir los once años siguientes, los de mi primera conciencia, en el número cuarenta y cuatro de la calle Arzobispo Meriño, un apartamento de segunda planta que en los días de la guerra patria resultaba el más seguro de la cuadra y en el que, por tal razón, fueron a resguardarse durante muchos días y muchas noches, muchos hombres y mujeres del sector y de otros sectores. Aquel era un apartamento grande; usted entraba y podía conocerlo entero con sólo transitar un largo pasillo que unía y comunicaba todas las habitaciones ubicadas a la derecha, unas después de las otras. En una de ellas, haciendo cualquier cosa, me recuerdo perfectamente abandonándolo todo para recorrer el largo pasillo a toda velocidad, los brazos abiertos hasta el tope, la risa navegando a toda vela, a abrazar feliz a mi padre que llegaba de la calle. Abrazo, obviamente, no al pecho sino a las piernas; esa figura pequeña que es un niño, siempre abraza a las piernas al hombre que es su padre, sobre todo si es un hombre tan largo como el padre mío; mis brazos abrazaban sus piernas, deteniéndolo, impidiéndole caminar más allá de donde yo lo había alcanzado para entregarle al cariño que un buen padre como él siempre supo ganarse.

Allí, encima de la Hemphill School, en medio de aquellas habitaciones y aquellos abrazos, como viejo y astuto marinero que sabe plenamente lo que tiene que hacer para orientar las barcas de los hijos a los que tanto quiere, se empeñó en enseñarnos el norte nuestro, las estrellas que llevamos dentro, las que en las noches nos señalan el rumbo más certero, el más seguro, el más íntimo, el más amado. Muchas lecciones, bien las recuerdo siempre; manejadas, impartidas, con la habilidad, la sutileza de un maestro, de un artista. A veces tan sólo una pregunta, elaborada y planteada con inteligencia, con precisión, a menudo inesperadamente, nos abría las puertas al conocimiento, a la conciencia.

Como cuando un buen día comenzó a preguntarme con frecuencia: "¿Quién es el viejito que más se quiere en esta casa?"; pregunta fácil de responder para quien, como yo, compartía entonces la feliz y cotidiana compañía del abuelo paterno. "El abuelito Justo", la respondía. Pero no. "No -me corregía-; el viejito que más se quiere en esta casa no es el abuelito Justo", promoviendo con ello un verdadero lío sentimental en el tierno pecho del niño que lo escuchaba. "El viejito que más se quiere en esta casa -agregaba entonces- se llama Juan Pablo Duarte; repite conmigo: Juan, Pablo, Duarte"; y entonces pasaba a explicarme por qué entre todos los viejitos sospechables, aún el abuelito Justo incluido, el más bueno, el más noble era este que ahora aparecía inesperadamente saliendo de sus labios; él era el padre de la patria, que era como decir el padre de todos los que vivíamos en este país, de todos los dominicanos; él era a quien más había que querer.

Una lección: esa, la que, con mucha paciencia y tesón de su parte para enseñarme lo que quería, y con esfuerzo de la mía para lograr entenderlo y así halagarlo, yo iría aprendiendo poco a poco, hasta hacerlo definitivamente.

Otro día, papá comenzó a enseñarnos a bailar merengue. El aula: la sala de aquel apartamento. Los alumnos: Ana -la mayor de mis hermanas- y yo, que al ritmo de merengues de Antonio Morel sonando en el pick-up comenzábamos a aprender cómo se bailaba aquella música; un dominicano que no sepa bailar merengue es cualquier cosa; "agárrale el brazo a tu hermana, tú con el izquierdo -éste-, ella con el derecho -éste-; así agarrados, sin moverlos, los brazos no se mueven, no se baila con los brazos, se baila con las piernas y con la cintura, no levanten los pies, los pies se deslizan al ritmo de la güira y la tambora, ¿tú oyes la tambora?, oye la tambora, esa que suena, tupu tuputupu tuputuputu, mira cómo lo hacemos tu mamá y yo"; y entonces cogía a la vieja, que allí estaba disfrutando de todo aquello, y comenzaba a bailar con ella aquellos merengues, con aquel sabor, aquella gracia con que él sabía hacerlo, aquel amor intenso y obvio desparramándose a todo su alrededor, aquel orgullo de bailar lo que era suyo, propio, lo que tanto le gustaba.

Otra lección: esa. Yo de ninguna manera seré Nureyev del merengue, menos ahora que muchos merengues parecen polkas, pero puedo decir que aprendí a bailar merengue en aquellos días, que sé cómo se baila y, más aún, lo que es más importante, que sé, que siento que esta música que se baila de esta manera es la música y el baile de nosotros, los hombres y las mujeres que vivimos en la tierra y bajo la sombra de este hombre que se llama Juan Pablo Duarte.

Ya no está el viejo con nosotros. Ya no está el maestro noble y querido. Se nos fue en un febrero que siempre estará cercano, húmedo, lleno de flores, lleno de recuerdos.

Ahora, el hijo, su alumno de tantas cosas, es padre; justo nueve días después de su partida, le llegó esta flor que se llama Laura y que es, junto al pequeño Pedrito, el aliento mayor de sus días. Viéndolos, se da cuenta de que le va llegando el momento de enseñarles cosas, algunas de aquellas lecciones cotidianas y fundamentales que le impartieron a él y que lo ayudaron a tener este rumbo, este norte, esta referencia fundamental que es, entre otras cosas, saberse nativo de donde efectivamente se es nativo, esto que no es tan sólo una ciudadanía sino que es, más aun, una espiritualidad, una ideología, una religión, un amor.

Porque uno es también aquello que ama.

Y es también aquello que sabe bailar.

Por lo pronto, sabe que con Laura (Pedrito aún no camina), no habrá problemas para bailar merengue; venga a derretirse conmigo viéndola bailarlos con la gracia y el ritmo de sus casi cuatro años de estatura y de vida, para que se dé cuenta de cuánto camino menos me queda por andar.