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Juan Santiago, el pueblo del olvido

Tras colar un "chin" de café en su fogón de tres piedras, Elupina Soler Vicente se ha sentado en una silla de guano raído frente a su casa, mirando, cuesta abajo, el lodo del camino con expresión resignada a vivir con hambre. Tiene 85 años, la piel negra, arrugas marcadas y un promedio diario de 40 pesos dominicanos -menos de un dólar- para mantenerse ella y los dos nietos que ha criado. 

Al entrar a su casa -dos pequeños cuartos de madera y hojalata en Juan Santiago, el municipio más pobre del país, ubicado al oeste de la República Dominicana, en la provincia Elías Piña-, Elupina no se quita los calipsos enlodados que lleva puestos porque su piso no se ensucia. Su piso es amarillo y polvoriento. Su piso es de tierra. En la única habitación de la casucha está la cama, el "camastro viejo", que Elupina comparte cada noche con Claudio Montero Ramírez -de 18 años- y Miguel -de 16-, los hijos de su hijo Caonabo.

Hoy Claudio se ha levantado temprano y se ha ido al monte en ayunas a buscar leña. A las 10:12 de la mañana baja una pendiente con dos palos sobre su hombro izquierdo y un tercero en la mano derecha, con la esperanza de que la abuela pueda preparar guineos hervidos al mediodía para no dejarse morir de hambre.

-Guineo, algo así, porque no nos vamo' a dejar morí-.

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249 kilómetros de olvido separan la capital dominicana, Santo Domingo, con sus torres, metro, elevados y avenidas, de Juan Santiago. Unas cuatro horas de viaje -pasando por San Cristóbal, Baní, Azua y San Juan de la Maguana- para llegar al municipio más desamparado del país. Allí, el 92.5% de los hogares son pobres y el 61% vive en la pobreza extrema. 4,356 almas en 1,016 hogares, registra el último Atlas de la Pobreza.


Al pasar El Cercado, municipio de San Juan, quedan atrás junto al asfalto estropeado de por sí, las oficinas de instituciones bancarias, el hospital, la Oficialía Civil. A 10 kilómetros Juan Santiago te asalta con sus calles de piedra y lodo entre montañas con niebla y pocos árboles, su cuartel policial de madera desvencijada, su hospital a medio hacer usado como pocilga, su liceo en local prestado y sin puertas en los baños, su acueducto sin planta de tratamiento, el árbol bajo el que se congregan los feligreses católicos a falta de templo y sus parcelas de habichuela, café y maíz. Pero sobre todo, con la pobreza.

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Claudio es delgado, lleva pantalones caqui enlodados por el trabajo del campo durante las lluvias, y, en tonos rojizos, la gorra de pico recto, la camiseta y el cárdigan. En dos parcelas prestadas, de una hectárea cada una, el joven ha sembrado un quintal de habichuelas, confiando la cosecha a Dios y con la ilusión de combinar su labor de agricultor con sus estudios.

En la habitación donde duerme hay una silla plástica con libros de octavo grado y de primero del bachillerato. Los de primero son de Miguelito y los de octavo, suyos.

La vida ha sido dura para Claudio. Siempre ha vivido con su abuela Elupina, que enviudó hace poco más de dos años. "Mi papá hace mucho tiempo salió de la casa y se hizo un mundo aparte por ahí por la loma del Manier y entonces nosotros hemos 'tao pasando toda la clase de trabajo", relata.

Al otro hijo de Elupina le dicen "Kim" y vive en Santo Domingo.

-Ese está trabajando en la capital, bucándosela-, explica su madre. El sobrino recuerda que los visita una vez por año y que trabaja como vigilante. O algo así.

Cada mes, Elupina recibe 1,225 pesos dominicanos -aproximadamente 28 dólares- en su tarjeta Solidaridad, un subsidio del gobierno dominicano entregado a unas 800 mil familias en el país, con apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

-Sí, de esa tarjetica yo como-, asegura la anciana.

Sin embargo, lo que puede comprar con ese dinero no le alcanza para llegar a fin de mes.

-No me he desayunado con nada todavía, ¡que no tengo! (...) -confiesa la anciana- Yo cocino mi chin de arró?; cuando no jallo metura* me lo como blanco, cocinao con sal y aceite. (...) ¿La cena? y ¿qué voy a preparar?, ¡no tengo ná?!-.

El fogón de la anciana está en el único cuarto que hay fuera de la casa -su letrina es el monte; no tiene estufa, televisor, nevera ni lavadora- y la brasa donde hizo café aún humea.

-Un chin de café que colé, hata medio amaigo-**. Sólo eso había llegado al estómago de Elupina a las 9:50 de la mañana.

Elupina siente que no está peor por unos vecinos, inmigrantes haitianos, que comparten algunos alimentos con ella. "Yo, si no fuera por ese vecino, tuviera má? mal. Má? mal porque si le jierven un té a él, yo bebo, porque a mí me dan. De todo lo que le hacen a ese enfermo, yo gozo también".

Claudio sueña con ser ingeniero civil.



*Yo cocino mi poco de arroz cuando no hallo con qué acompañarlo
** Un poco de café que colé y medio

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Las mujeres aquí tienen nombres de personajes de novela.

Orfelina Canario Montero viajaba a Santo Domingo a comprar trastes de cocina para revenderlos en El Cercado -los martes y los viernes- y en Hondo Valle -los domingos-, cuando sus cuatro hijos eran niños. Por aquellos tiempos, su marido y ella se habían separado y el hombre la ayudaba poco, recuerda Orfelina a sus 54 años. Así que cuando los dos varones salían de la escuela los días de mercado, se iban a El Cercado a ayudarle a su madre, cuando ya pasaban de los siete años.

Sentada en una mecedora en su casa, al lado del colmado que tiene desde hace unos nueve años, Orfelina muestra orgullo porque tres de sus hijos -que tienen entre 29 y 36 años- son profesores y el único que no es profesional se dedica al comercio.

En el municipio de Juan Santiago -constituido en el 2005 por las secciones Juan Santiago, Juan de la Cruz, Sabana de la Loma y Monte Mayor- hay 11 centros educativos. Antonio Batista Canario es el hijo de 29 años de Orfelina y director de la escuela primaria Juan Santiago, que acoge a 430 niños y niñas. En esa escuela y en cualquier otra del pueblo, en cualquier calle, muchos infantes aparentan menos edad de la que dicen tener: uno que se confiesa de 9, de 10, de 11 años, apenas tiene estatura de uno de 6 ó 7 años.

Antonio - quien aspira a la candidatura por la Alcaldía con miras a las elecciones de 2016, por el partido al que los habitantes del pueblo más pobre del país exhiben simpatía y confianza, el de la Liberación Dominicana (PLD) - asegura que en el próximo año escolar la escuela entrará en la tanda extendida, por lo que están en obras de ampliación.

El profesor cuenta que los estudiantes del bachillerato pasaron de tomar clases bajo los árboles o en los pasillos de la escuela Juan Santiago a recibir la docencia en un local prestado que hizo la fundación Food for the Poors para una clínica rural. En el presupuesto del 2013 había una partida de RD$18,018,720 para el liceo, pero Batista dice que aún no han dado ni el primer picazo.

El local que la fundación prestó al liceo Francisco del Rosario Sánchez está al lado de un monumento en honor a este patricio, pues allí, el 20 de junio de 1861, el independentista fue herido y hecho prisionero mientras combatía la anexión de la República Dominicana a España, anunciada por Pedro Santana tres meses y dos días antes -el 18 de marzo-.Sánchez fue fusilado en el cementerio de San Juan de la Maguana el 4 de julio de 1861.

En ese local prestado, 122 jóvenes reciben clases en seis aulas separadas con paredes falsas, escuchando lo que se habla en los otros cursos. Este día las clases no han empezado a tiempo: a las 8:27 sólo han llegado tres de los nueve profesores que imparten clases en el liceo porque, como no hay instituciones bancarias en Juan Santiago, los profesores deben recorrer los 10 kilómetros que separa la comunidad de El Cercado, donde hay una oficina del Banco de Reservas, para cobrar sus salarios.

Una de las profesoras del liceo, Fanel D' Oleo, dice que la asignatura de informática es sólo teórica porque no tienen los "materiales necesarios" para impartir la práctica. Tampoco tienen laboratorios para ciencias ni puertas en los baños, por lo que -según D' Oleo- las profesoras y las niñas van en grupos de dos al servicio para que una se quede vigilando en la puerta y evitar así intromisiones de los varones.

 

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A las 6:45 de una mañana de mayo Luis Manuel D' Oleo -30 años, tres hijos, analfabeto- va rumbo a la loma con sus cuatro perros, donde tiene una parcela sembrada de habichuelas y café, sin desayunar y con el anhelo de que su mujer le guarde aunque sea "guineo vacío" para la comida.

Tras unos seis meses de sequía, fatales para los cultivos, a finales de abril empezaron las lluvias, cuentan los lugareños.

-Eso no ?tá dando ná?. Lo café se secaron cuando ?tuvo la seca (...) La habichuelita ?tán media bonita pero que ahorita se le mete la seca y no dan ná?-, dice Luis Manuel.

Vistiendo un pantalón estilo guardia con el ruedo sobre sus botas de goma enlodadas, camiseta roja, gorra morada con estrella y letras amarillas que dicen "Leonel. El camino seguro. Síguelo" y con varios sacos al hombro, como un mulo de carga, recuerda que su padre sólo le enseñó a trabajar en la agricultura y nunca estudió. Ahora piensa que si supiera leer y escribir estuviera de otra forma, porque se encuentra "afanando to? lo? día? y ná?, siempre mal".

Aunque en Juan Santiago funcionan brigadas del programa de alfabetización "Quisqueya aprende contigo", D' Oleo no se ha animado. Para un hombre de 30 años, con una mujer y tres hijos de entre 3 y 11 años a su cargo y la incertidumbre de si podrá llevarse un bocado de algo que le quite el hambre cada día, debe ser difícil encontrar entusiasmo para aprender algo que hacen los niños de 3 y 5 años.

-Cuando no dejo ná? en la casa de comer no voy a hallar ná? (...) si no tengo dinero pa? dejar-, confiesa este joven que, aún en sus carencias, ofrece a estos forasteros "par de libras de habichuela" cuando se dé su cosecha.

 

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Cuando María Ida Montero Casanova era una niña, su padre se la llevaba a la loma para ayudarle en los trabajos agrícolas. Sólo llegó a tercero de la primaria, tiene 55 años, es madre soltera de siete hijos y tiene siembras de maíz, gandules, habichuelas y café. Preside la asociación de mujeres agricultoras "La Esperanza de Juan Santiago" y es vicepresidenta de la junta de vecinos Manuel Gregorio Boció Vicente.

-Hoy estamos más pobres por la falta de la carretera de Juan Santiago al Manier-, testifica. Y recuerda que el presidente Danilo Medina visitó el pueblo cuando era candidato o precandidato a la presidencia y les ofreció esa carretera y que, tras tomar posesión, sólo pasó vía aérea por el pueblo en dirección a Hondo Valle, otro municipio de Elías Piña, al oeste de Juan Santiago.

Dos afiches grandes de la pasada campaña presidencial -2012- cubren el espacio debajo de la meseta de María Ida: Hipólito Mejía está a la izquierda con la cabeza en posición horizontal y, sobre su costado, una estufa eléctrica, ollas, platos y una cacerola colgada de un clavo. A la derecha, sonriente, Danilo Medina con la frente en alto y una caja plástica con enseres de la cocina, un cubo de mantequilla reciclado, una lata reusada que fue de pasta de tomate, algunos recipientes y grecas de café sobre su cabeza. Más alto, una tabla incrustada en la pared de zinc guarda los condimentos para la comida y una hilera de clavos sirve para sostener tazas.

-Déjenlo tranquilo ahí, que él ahí ?tá acotao, ?tá mejor -así recuerda María Ida que les dice a los seguidores de Hipólito Mejía que ven su cocina- y ahora ello? lo notaron también que hay un líder acotao y hay uno que ?tá sentao.

Pero encontrar personas que confiesen simpatía con la oposición en Juan Santiago es raro.

María Ida se ha operado dos veces de la columna vertebral y trabaja la tierra porque además de mantener su hogar y un hijo que estudia medicina en Santo Domingo, sustenta a una hija que es madre soltera de cinco niños.

El fogón de leña está encendido el día entero para calentar el agua con que se bañan sus nietos, y mientras atiza la braza, afirma que "un arrocito cocinado de leña es bien bueno".

  

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A las 2:30 de la tarde Luis Miguel, de 12 años y con una timidez extrema, hierve unos guineos en la casa de su abuelo Aníbal Encarnación. Nibo, como le llaman al señor de 68 años, acaba de llegar de buscar unas yaguas para cobijar la cocina, en ayunas "gracias al señor" porque en Juan Santiago todo se agradece o se pide a Dios.

Anibal tiene una tierra sembrada de habichuelas y se alquila hasta por 200 pesos para trabajarle la tierra a otros. Su mujer, Martina Montero, tiene cerca de un siglo viviendo y desde hace 5 años y seis meses languidece en una cama luego de sufrir una trombosis.

La casa de Nibo es de madera, con detalles de hojalata. En el cuarto hay dos espacios para dormir: el colchón donde yace Martina debajo de un mosquitero, montado en blocks sobre el piso de tierra, y un trozo de colcha espuma sobre el que hay mantas y sábanas. En esa cama duermen Luis Miguel Montero Encarnación y Juan, un hermano suyo que dice tener tres años.

Nibo y Martina tienen dos hijos, pero el hombre cuenta que la anciana tuvo otros seis en un matrimonio previo. Y él es quien la atiende.

-Yo he bregado hasta con la mierda-, confiesa Nibo. Pero cuando él está fuera de casa, quien asiste a la enferma es Luis Miguel; por eso -dice el abuelo- no ha superado el primer año escolar.

La madre de Luis Miguel y Juan se llama Keida Montero de la Cruz. Tiene apenas 34 años, un cuarto grado de la primaria y ocho hijos entre 1 y 18 años. Cuando Keida tenía 13 años, se puso "medio calientica", como ella dice, y se dejó seducir por un hombre.

 

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Mientras los guineos de Nibo hierven, Luminado Montero -que sí, que todos tienen nombre de personajes de novela- con poco más de 4 pies de estatura, está sentado en la enramada de la casa de Apacia Mesa Rodríguez, buscándole rimas a todas sus frases.

- Yo aprendí con lo? chino de Bonao pa? to lo que vaya a decí? que quede bien combinao (...) A mí me pasó lo mimo de Caamaño, porque él solamente me dio eta edá pero no me dio el tamaño y por eso e? que yo siempre me amaño.

Luminado sólo tiene una hija que vive en Estados Unidos, pero el menudo hombre dice que no lo busca.

-Vivo contento pero nunca me salgo de mi centro cuando yo vengo de afuera de la calle con mi mujer pa? mi aposento -declama el señor de 73 años, viudo- (...) Ya no la tengo porque ella se fue ya y me dejó. Se fue dique en un sueño profundo a tocá tambora pal otro mundo.

Apacia -66 años, sanjuanera- vive en una de las 52 casas de concreto que hizo el otrora presidente Joaquín Balaguer, a inicios de la década de 1990, y trabaja limpiando el monumento a Francisco del Rosario Sánchez de siete a nueve de la mañana. Hace unos cuatro meses que enviudó y desde entonces una ahijada duerme con ella, porque el único hijo que tuvo la doña murió cuando era bebé.

Luego de hacer los oficios de la casa, Apacia Mesa Rodríguez, contenta, se sienta a ver televisión. Si hay luz, tiene disponibles 14 canales en el cable porque en Juan Santiago no llega la señal de antena; y si hay un apagón y el inversor del local desde donde sale el cable funciona, se ven seis canales en las casas que tienen alternativas de energía eléctrica.

-A mí lo que me gusta es mirar novela para uno divertirse- dice Apacia y suelta una carcajada.

 

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En Juan Santiago hay un hotel de paso con ocho habitaciones de estilo sencillo; dos peluquerías; varios colmados y, al menos, seis bancas de apuestas de lotería en los pocos metros del centro del pueblo.

Las noches del pueblo huelen al humo de los fogones. A las 7:35 ya se ha puesto el sol y el cielo está nublado. En las cercanías del colmado de Orfelina Canario, cuatro jóvenes comparten debajo de un árbol. Son Daulin Rodríguez -5 hermanos, 15 años, segundo de bachillerato-, Silanny Montero -8 hermanos, 18 años, iniciará la universidad en San Juan-, Marbel Canario -5 hermanos, 21 años, primero del bachillerato, colaboradora del Centro Tecnológico Comunitario- y Anthony Morillo -5 hermanos, 15 años, primero del bachillerato-.

Cuando tienen que hacer los deberes de las clases acuden al Centro Tecnológico Comunitario, sea a su sala de internet o a la biblioteca. Los jóvenes ven que su comunidad está atrasada, que no tiene un liceo, ni calles -"esto no sirve ni para caminar a caballo" dice Silanny-, ni hospital, ni destacamento en condiciones adecuadas. Siendo parte de familias numerosas en una comunidad deprimida, también desean tener muchos hijos, entre tres y cinco.

Para los más marchosos, las noches de Juan Santiago ofrecen la distracción de dos billares y algunos colmados que cierran tarde, donde el ambiente se anima los fines de semana. Esta noche de miércoles lluvioso de mayo, sólo uno de los billares está abierto. Dentro, Baneldy Gutiérrez -18 años, nieto de María Ida Montero - y otras personas del pueblo empujan los tacos y golpean las bolas.

Baneldy quiere ser arquitecto, pero también rapero "por un pueblo mejor". Por eso anhela emigrar a la capital.

-En esta vaina soy sensacional, mi tío me ?tá eperando allá en la capital pa? que meta mano polque yo soy vacano-.

 

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A los 24 años, Kelvin Colón ha terminado la carrera de medicina en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Al médico general le ofrecían una plaza para su pasantía en San Cristóbal , pero si se iba a Juan Santiago acumulaba más puntos para el concurso de la especialidad que desea. Desde marzo trabaja en el Centro de Atención Primaria del pueblo, que es el único del lugar y funciona en una casa alquilada.

Colón ofrece charlas a los jóvenes sobre la planificación familiar y la protección contra las enfermedades de transmisión sexual y regala preservativos a quienes lo requieran. Pero cuando el servicio solicitado es distinto a la sutura de una herida simple, vacunas o una consulta como médico general, los juansantiaguenses deben acudir a El Cercado, donde hay un centro de segundo nivel.

Junto a Colón, la doctora Catalina Pérez Morillo es la médico asistente del centro y está embarazada. Las mujeres que están en su misma situación reciben asistencia prenatal en el pueblo hasta la semana 36, cuando las refieren a un centro donde haya médicos especialistas. Si el caso es de una adolescente -como han recibido unos cuatro en los últimos meses, de entre 14 y 17 años- las refieren desde el inicio a un ginecólogo para evaluar los riesgos.

La sanidad de Juan Santiago es así de limitada porque su hospital es una ruina. En un mes del 2004 hicieron todo lo que se ha hecho en la construcción, ubicada en el paraje Sabana de Jengibre, dicen los vecinos. El proyecto era de un hospital grande y dentro de las que serían las habitaciones o los consultorios ahora se pasean una cerda y sus crías.

En el centro del municipio hay una farmacia donde venden, básicamente, antibióticos, antigripales, analgésicos, ranitidina, antidiarreicos, vitaminas, pruebas de embarazo, cebo de flande, pomadas para los piojos y compresas. Esto es todo lo que en cuanto a medicina le toca al municipio más pobre del país.

 

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Del canal de los agricultores, donde pasan y beben los animales, se conectan las tuberías -casi tapadas por el sedimento- que bajan a presión para abastecer a nueve comunidades del municipio de agua, sólo tratadas con cloro porque la planta de tratamiento la estaban construyendo con "materiales malos", por allá por el 1984, el agua se filtraba y nunca se terminó, narra Roberto Montero Casanova, el encargado Instituto Nacional de Agua Potable y Alcantarillado (INAPA) en la localidad.

Roberto devenga un salario de unos tres mil pesos mensuales en INAPA, también es agricultor y, como todos los juansantiaguenses, solicita el acercamiento del presidente Danilo Medina para que los socorra ante la carencia de servicios que padecen. "Somos huérfanos de autoridad", se lamenta.

 


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Las denuncias más frecuentes en Juan Santiago son por daños noxales -causados por animales en propiedades ajenas a su dueño-, y las demandas de pensión alimenticia, en una Fiscalía -y un Juzgado de Paz- con competencia para conocer casos de simple policía, expresa Gerónimo de los Santos, secretario del fiscal de Juan Santiago. Las denuncias que no sean de su competencia deben referirlas a otros tribunales, como también deben hacer los juansantiaguenses para declarar a los niños -en Hondo Valle o en El Cercado-porque la Junta Electoral sólo está facultada para organizar las elecciones.

El cuartel policial de Juan Santiago es una casa de madera con pintura verde desconchada. En el espacio para recibir personas apenas hay una mesa, un puñado de hojas colgando de un clavo, una roseta sin bombillo porque hace tres días se quemó y un papel clavado en la pared con números de teléfono y un mensaje escrito con faltas de ortografía que pide puntualidad en el trabajo. La única silla ahora está en la acera. No hay teléfono local; sólo una flota de celulares.

El calabozo es un cuarto vacío de tablas de palma que se vendría abajo con un golpe no demasiado fuerte. Al otro lado está la habitación para los policías de servicio. Al fondo del cuarto, junto a la puerta trasera, hay dos literas de hierro con colchones viejos y, al frente, dos blocks y una piedra manchados de hollín... porque ahí, en el dormitorio, los policías cocinan, a pocos centímetros de la madera. Y lo hacen en el fogón, porque hace dos semanas se acabó el gas, cuenta el raso Ramón Paniagua, de 20 años, quien apenas cumplió la mayoría de edad se enganchó a policía para huirle al desempleo.

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Por las calles pedregosas y enlodadas del pueblo rara vez transitan una motocicleta o un auto. A veces, la Alcaldía echa material en las calles para mejorar el paso, pero por las condiciones de la zona, cuando llueve la calle se vuelve más hostil y el material se va, asegura el alcalde Omar Gómez, del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC).

El alcalde justifica que parte de los gastos mensuales de un millón cuatrocientos mil pesos se vayan en cosas que no conciernen a una alcaldía: fumigaciones, cambiar tuberías del acueducto, llevar enfermos a hospitales cercanos porque no hay ambulancia ni hospital, becar a estudiantes universitarios, reparar viviendas, hacer letrinas, transportar y comprar ataúdes, hacer "rezos" y novenarios a los muertos y comprar alimentos para familias pobres. Gómez afirma que 100 mil pesos mensuales se destinan a comprar comida, aunque ninguna familia entrevistada habló de ayudas distintas a la tarjeta Solidaridad. 

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El camino al camposanto está estrechado por la maleza. Se pisa una yerba enlodada y resbalosa, tras días de lluvias constantes. Al adentrarse en el terreno se escucha el agua de un río cercano. El viento fresco sopla suave. A lo lejos se oye bramar a una vaca. Este es uno de los dos cementerios de Juan Santiago, ubicado en la comunidad de Sonador.

Por el hueco de una tumba asoman algunas vértebras y costillas. En otra hay un cráneo corroído por los años a la intemperie, un trapo, trozos de madera y el concreto que sirvió de techo y se ha caído. Un nicho deja ver unos trapos sucios que alguna vez debieron ser el impoluto vestido de novia de una dama del pueblo.

Al fondo del cementerio hay una higuera, rodeada de un montón de piedras. Una cruz de concreto, sin fecha ni nombre, está clavada en el pedregal. Por encima, otras dos cruces tiradas. Los vecinos del lugar lo identifican como El Barón del Cementerio y pareciera que el árbol ha crecido ahí después del entierro del primer muerto, alguien sin nombre y sin tiempo.

Las tumbas que identifican a un difunto lo hacen con letras escritas a mano, que dicen Montero, Vicente, Morillo, Boció, Medina... Estos son los apellidos más repetidos en los nichos descuidados, húmedos, mohosos y sin flores. Y también entre los vivos del pueblo.

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Esteban Montero Encarnación lleva pantalones largos, gorra, calipsos y una camisa a cuadros azules anudada por la que asoma un vientre plano, vacío como su estómago. Su hijo lo abandonó dejándole cuatro niños a él y a su mujer, que murió hace unos seis años. Hoy Esteban tiene 80 años, una inminente ceguera y una ayuda de 825 pesos mensuales en la tarjeta Solidaridad para vivir. O unos 27 pesos al día, porque no le salen los 400 pesos para envejecientes que elevan el monto de Elupina Soler Vicente a 1,225. Una vecina dice que sufrió una trombosis y por eso se le hace difícil hablar. Ahora más, que los ojos tristes y con pocas luces del otrora agricultor, se han aguado.

En el cuarto de Esteban hay un delgado colchón sobre unas tablas, otro lecho enfrente, ropa colgada en clavos y una caja de cartón sobre el piso de tierra. Desde fuera, se ve su choza inclinada a la derecha y a Esteban parado junto a la puerta llamando a una vecina o diciéndole adiós a la eternidad.

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Pasamos 24 horas en Juan Santiago, el municipio más pobre del país. Aquí la secuencia de imágenes: