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Enfermos mentales deambulantes, víctimas del desprecio social

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Enfermos mentales deambulantes, víctimas del desprecio social
Un mujer acostumbra hacer equilibrio en los elevados de la avenida J. F. Kennedy en Santo Domingo. (FOTO: MARVIN DEL CID)

Nadie sabe cuántos son los enfermos mentales deambulantes, solo que están en cualquier calle de cualquier ciudad y que van de un lado a otro acosados por el estigma. En tiempo ya lejano, fueron parte del paisaje citadino y sus sobrenombres, casi siempre peyorativos, lo son hoy del anecdotario de la nostalgia: Barajita, Pichón de Burro, el Maco Pempén...

Pero ese tiempo terminó, y el enfermo mental deambulante es hoy, para el común de la gente, un estorbo y un peligro. En el diseño de las políticas públicas en salud mental, ocupan un discreto lugar no exento de contradicciones.

“¿Quién sería el principal responsable de aquellos deambulantes que tienen un trastorno de salud mental? Es un problema complejo. Imaginemos que destinamos ambulancias con personal especializado en diferentes puntos del Distrito Nacional y ubicamos a cuarenta de ellos y los llevamos a un lugar donde intentamos tratar su trastorno, reeducarlos y, si sabemos quiénes son sus familiares, retornarlos a su hogar. Lo que nos dice la experiencia es que en lugar de cuarenta, tendremos ochenta”.

El que habla, repitiendo argumento, es el doctor Ángel Almánzar, director de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública. Responsable de la Estrategia para la ampliación de la cobertura de los servicios en salud mental, defiende como gato bocarriba el quehacer práctico oficial, distinto, para mal, de las políticas públicas escritas y descritas en el papel de la ley.

Su interés, legítimo, es convencer de que los enfermos mentales deambulantes son como un alud. O como un tsunami. En cualquier caso, una especie de desastre que anula la capacidad de respuesta del sistema de salud público.

Porque el problema, según Almánzar, no es solo el Estado, que ha preferido hasta hoy hacerse de la vista gorda, sino también esa familia –olvídese del estrato, que todas se igualan en la desesperación— que no puede, no quiere, o lo que sea, afrontar la dura realidad del enfermo cuyo tratamiento desfonda los bolsillos y el alma. “Y la gente se cansa, la gente no puede. Si al loco que estaba en la esquina, en la avenida, se lo llevaron y ahora vive mejor que yo, incluso en el manicomio actual, a ese loco mío yo lo coloco en una esquina y también se lo van a llevar”, se queja el funcionario.

Hamlet Montero, psiquiatra director de la Unidad de Salud Mental del Hospital Vinicio Calventi, tiene una percepción diferente del modo en que la familia asume la aparición de una enfermedad mental en su seno. Va más lejos, y atribuye el propósito de crear en los hospitales unidades de intervención en crisis, propuesta de la Estrategia, no a la coherencia de las políticas en salud mental, sino a la necesidad de apaciguar los miedos que estos enfermos provocan en sectores de clase media y clase media alta.

“La Estrategia –sentencia Montero— se ha hecho de repente porque ven que se les están complicando las cosas. ¿Qué ha pasado? El gobierno maneja el 911, que busca personas por demandas de salud, y muchas de ellas son indigentes con enfermedades mentales. En mi hospital tengo un señor al que recogieron en la calle, con una condición médica complejísima y sin familiares. Yo intervengo como psiquiatra, pese a las dificultades de manejar conductualmente a esta persona para que los médicos puedan comprender, desde el punto de vista clínico, qué le pasa. ¿Dónde irá después?”.

W. es una de esos que no tienen dónde ir. En su delirante mundo paralelo unas veces es estudiante brillante; otras, especialista afamada en todas las especialidades médicas imaginables. Lo dice mirándote a los ojos con sus ojos intensos, sin rehuirte, como si te desafiara a no crearla. Tiene la expresión serena y la sonrisa fácil en un rostro devastado que, sin embargo, sigue siendo bello. Ya no agita la cabeza para que el pelo suelto, ahora escaso, flote al viento, como en aquellos días en los que se paseaba por la calle El Conde, perseguida por ojos admirados y golosos.

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Infografía
W. Camina por una calle con sus perros una tarde cualquiera. (FOTO: MARVIN DEL CID)

Nadie puede hablar a ciencia cierta –y ella quizá menos que nadie— del momento en que el delirio se convirtió en su segunda piel. Su historia está sesgada por la visión de otros, que dicen mucho y nada: que amó y fue amada, que disfrutó de los placeres de una vida entre artistas y desinhibidos hasta que la esquizofrenia la fue ganando palmo a palmo. Sentada en cualquiera de las esquinas de la zona colonial, es la estampa del abandono que la victimiza junto a tantos.

La condición de los enfermos mentales deambulantes es un apretado tejido de dramas. El peor, quizá, sea el rebotar como una pequeña y liviana pelotita de pimpón entre el sistema de salud que no los atiende como debería y la sociedad que quisiera verlos desaparecer para no tener que enterarse de nada. En el portal en el que duerme W. han puesto una picuda estructura en metal para imposibilitarle quedarse.

“La clave de todo es el enfoque comunitario, pero precisamos de dos elementos: uno, que no arranca todavía en el sistema, son las unidades de atención primaria; y dos, los centros de salud mental comunitaria. Sin las unidades de atención primaria funcionando, el sistema no va a avanzar, y no solo la rama de la salud mental. Dependemos de ellas para que los centros funcionen”, insiste Almánzar, que por momentos parece reconocer que sus proyectos están lastrados por la ineficiencia del sistema.

A su lado, la doctora Susana Guerrero, quien realizó su especialidad en Psiquiatría en “el 28” y ahora secunda al doctor Almánzar en la ejecución de la Estrategia ministerial, está también convencida de que los problemas de los enfermos mentales, y la reducción del número de deambulantes, depende del apoyo que brinde la comunidad a los procesos de rehabilitación del trastornado. “Hay que insistir en esa plataforma comunitaria –dice--. Si la comunidad aprende a ver el trastorno mental como cualquiera otra enfermedad, contribuirá a que el enfermo mental se rehabilite”.

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Infografía
W. Y sus perros. (FOTO: MARVIN DEL CID)

Pero no es tan fácil. Si se hurga en las crónicas periodísticas sobre los enfermos mentales deambulantes lo primero en olerse es el prejuicio. Al argumentario defensivo, fuente del creciente número de reclamos que, de acuerdo con Montero, se hacen ahora al 911, subyace el repelús a esa imagen zarrapastrosa que denuncia sin palabras los desequilibrios de la sociedad dominicana.

No maneja estadísticas, después de todo inexistentes, y lamenta tener que atenerse a la empírica profesional. “No puedo estimar la cantidad real de deambulantes”, dice Montero. Pero sí sabe que la Policía mueve continuamente a estos enfermos de un lugar a otro como parte de la voluntad de invisibilizarlos. “A veces un paciente tiene años viviendo en un lugar, y de repente desaparece, lo sacaron”. No lo afirma Montero, pero de lo que describe puede inferirse la penalización social de la locura. Su casi criminalización. En el código de las pesadillas clasemedieras, el secuestro de un ser humano que implica este traslado no vulnera derechos; peor aún, no existe como infracción.

Con todo, los deambulantes no son los más sino apenas la punta del iceberg. Frente a los ojos de Montero desfilan, casi sin pausa, gente muy pobre “con su paciente a rastras, malpasando”. Gente económicamente impedida de adquirir los medicamentos de última generación y óptima calidad que apacigüen a “sus locos”. Él, como psiquiatra del sistema público, reconoce que, gracias a Promese, puede hacer lo mínimo, pero solo lo mínimo. “Promese me manda unos medicamentos horrorosos, antiguos, porque son medicamentos con una serie de efectos secundarios terribles, pero son los que tengo”, dice a la par de admitir la naturaleza “racista, clasista y elitista” de la Medicina, solo accesible a los ricos.

Y porque ese es su pan de cada día, Montero refuta casi con vehemencia la opinión de que los deambulantes radiografían la falta de sensibilidad de las familias. Porque “la gente sigue luchando con su paciente. Esos que están en la calle no son la mayoría. Hay que ver cómo se comportan los familiares, sobre todo las madres, que se quedan con sus locos. Pero viene un periodista y hace un reportaje para denunciar que el loco está amarrado a la pata de una mesa, sin mencionar que la madre tiene que salir a trabajar, casi siempre como doméstica”.

Quizá no pase de un enunciado, pero en la búsqueda de salidas al drama de las enfermedades mentales, agudizado por la pobreza extrema de la generalidad de sus actores, en la carpeta del Ministerio de Salud Pública está compensar a las familias con tarjetas de bonogas y bonoluz para que eviten la deambulación del paciente. Añadida a la lista de buenas intenciones de las autoridades está reservar algunas habitaciones para los enfermos crónicos en Centro de Salud Mental Padre Billini ahora sometido al remozamiento de su estructura.

No serán muchas, anticipa Almánzar, aunque sí suficientes para disminuir el número de deambulantes en las zonas céntricas de la capital. Además del techo que los salve de la intemperie, se les garantizará “desayuno, comida, merienda, cena. Su baño, su ropa limpia, sus medicamentos y el intento de su rehabilitación psicosocial”.

Imposible entonces no pensar en W. En si acaso antes de que desaparezca su sonrisa, que descubre una dentadura perfecta, como de anuncio publicitario, ella podrá recuperar la dignidad que ido perdiendo a retazos en los soportales de donde la echan una y otra vez. Imposible no preguntarse si, una vez más, las autoridades dejarán que todo lo ahora defendido se escurra entre los dedos.

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Infografía
Una mujer deambula por el parque Independencia de Santo Domingo. (FOTO: MARVIN DEL CID)
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