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Narcotráfico y derechos fundamentales

El tráfico, el consumo de drogas y la violencia que estas dos actividades generan en nuestras sociedades no solo es un reflejo de la debilidad de los Estados para cumplir sus funciones de control judicial, patrimonial y de prevención social de la delincuencia, sino que este flagelo amenaza los derechos fundamentales y las libertades públicas, ejes en los que descansa el estado de derecho.

Si no se parte de una perspectiva multidimensional para enfrentarlo, con énfasis en la formación socioeconómica de menores y adolescentes, estaremos desandando nuestros pasos, que son los del fracaso en el combate al crimen. Estamos retrasados, pero afortunadamente con tiempo aún para no permitir que lleguemos a los extremos a que arribaron países del continente donde se vieron amenazados derechos cardinales de los ciudadanos.

La pésima calidad de vida de nuestras poblaciones, para verlo desde ese ángulo, está explicada a formas de exclusión social ancestral y a la debilidad institucional de nuestros Estados para hacer frente a derechos consagrados constitucionalmente como la educación, el trabajo, la salud, y la seguridad pública para solo citar algunos.

La debilidad institucional del Estado es lo que explica su ausentismo en los barrios y comunidades, espacios que han sido ocupados por las narco pandillas, traficantes de armas, de personas y por grupos ligados a actividades ilícitas. La presencia del crimen organizado en nuestros barrios y las conexiones de poder que han construido generan una sociedad más violenta.

Determinar con exactitud el nivel de violencia en nuestro continente, o en el país, no es una tarea fácil debido a que las fuentes que pueden suministrar información usan metodologías distintas para recopilar datos. Lo que no está en discusión, es que América Latina se ha convertido en un continente menos seguro que cuatro décadas atrás, y que el consumo y tráfico de drogas como negocio ilícito juega un papel principal en el incremento de la inseguridad y en la creación de una percepción muchas veces dimensionada por la espectacularidad de los hechos.

La revelación hecha esta semana por el Consejo Nacional de Drogas (CND) de que más de 200 mil jóvenes dominicanos con edades comprendidas entre 13 y 19 años están insertados en el consumo de drogas y en actividades delincuenciales llama a mayor reflexión, sobre todo si partimos del hecho de que las cifras pudieran ser más abrumadoras. La cantidad de nuestros muchachos involucrados en el crimen organizado están, a su vez, en capacidad de influir sobre otros grupos.

El fenómeno es multidimensional, complejo y global, donde la primera responsabilidad del Estado es la de proteger el derecho a la salud de los ciudadanos. Una sociedad que pasó de puente del tráfico de drogas a ser permeada por el micro tráfico, debe asumir políticas inteligentes y efectivas para preservar la vida, la salud, la seguridad, el libre tránsito y la libertad.

En cuanto a las consecuencias sanitarias del consumo de drogas, se calcula que la prevalencia media mundial del VIH entre los consumidores de drogas por inyección es del 17,9%, es decir, 2,8 millones de personas que se inyectan drogas son seropositivas. Eso significa que casi uno de cada cinco consumidores de drogas por inyección vive con el VIH. Se calcula que la prevalencia de la hepatitis C en los consumidores de drogas por inyección a nivel mundial es del 50% (amplitud: entre el 45,2% y el 55,3%), lo que indica que en todo el mundo hay 8 millones de consumidores de drogas por inyección (amplitud: entre 7,2 y 8,8 millones) que están infectados por el virus de la hepatitis C. Se calcula que cada año ocurren entre 104.000 y 263.000 fallecimientos relacionados o asociados con el consumo de drogas ilícitas, o sea, entre 23,1 y 58,7 fallecimientos por cada millón de habitantes de entre 15 y 64 años a nivel global.

Donde el Estado no ha sido capaz de hacer acto de presencia con sus entidades, los carteles de las drogas, las pandillas violentas y el crimen organizado le sustituyen. La política de seguridad pública debe, en consecuencia, ser multisectorial.

La Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC), la misma que publicó recientemente un informe sobre el tema, ha revelado que nuestro país tiene una tasa de homicidios de 22.1 por cada 100 mil habitantes, ocupando el puesto número 8 en el ranking de los países del continente latinoamericano de más homicidios.

Esa realidad nos lleva a replantear el problema. El abordaje debe ser integral, con la participación de todos los sectores organizados, las instituciones públicas del Estado y, mucho más importante, con la inclusión de los ciudadanos, que son en definitiva quienes sufren las consecuencias.

Voluntad política, fortalecimiento de las instituciones públicas, disposición de recursos para entidades como la Policía, Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD), Ministerio Público y jueces, al tiempo que se sigue con el programa de mejoramiento de las cárceles, iniciado en la gestión pasada de la Procuraduría General de la República, son de los elementos a incluir en un Plan de Seguridad.

La actuación del Ministerio Público debe estar cónsona con un plan de formación de nuevos agentes policiales, con mentalidad de cooperación y acompañamiento a la comunidad, que solo se logra con la revisión del pénsum de estudio de las academias de formación para policías; el adiestramiento en artes marciales y el equipamiento policial; la subordinación de la Policía a ese plan estratégico, bajo el mando del Ministerio de Interior y Policía. Hay que aplicar una profilaxis permanente en la institución, poniendo en funcionamiento la Dirección de Asuntos Internos, de manera que cada miembro de la entidad sepa de qué lado es que debe jugar el Policía. Los agentes cuyos perfiles no se adapten al nuevo sistema, tienen que ser retirados con pensiones dignas.

Las unidades de prevención e inteligencia policiales tienen que modernizarse, como forma de ponerse a la altura con los desafíos de las bandas criminales. La entidad requiere de nuevas tecnologías para llevar a cabo sus investigaciones y prevenir la comisión de delitos. Hay que fundar nuevas instituciones dependientes de la Policía, que sirvan de soporte en la detección y verificación científica del crimen.

Los fiscales por igual; hay que ser riguroso con la actuación de los fiscales. No se puede tolerar los choques entre Ministerio Público y Policía. Esta última entidad está subordinada a la primera, y solo actúa recabando con inteligencia las evidencias para la instrumentación de un expediente sin debilidades. La misma señal debe enviar el Consejo Superior Judicial. Son necesarios mayores incentivos para los miembros de la judicatura, profesionalización y actualización de cómo opera el crimen organizado. Tanto ellos como los fiscales tienen que rendir cuenta de sus patrimonios, pues no es posible que un fiscal con dos años en la función viva a sus anchas como un narco, sin poder justificar sus bienes.

Tiene que impulsarse un gran consenso social sin exclusión, con inteligencia y voluntad para eliminar las amenazas que constituyen el narcotráfico y el crimen organizado a los derechos ciudadanos.