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Sobre el asalto de Trujillo al poder, (y último)

En las páginas 109 y 110 del capítulo escrito por Bernardo Vega, se recoge un escrito del Dr. Joaquín Balaguer del año 1975, que se refiere a la entrevista que tuvo lugar a finales de 1929 entre Trujillo y el Coronel Cutts, del cuerpo de Marines de EE.UU., a la sazón de servicio en Haití, según la cual el coronel “tomando en sus manos la ametralladora de uno de los ayudantes que habían acompañado a Trujillo hasta la Fortaleza de Elías Piña, sitio en que se celebró la entrevista, inquirió con acento reflexivo: ¿Tiene muchas como éstas? Sí, las suficientes, contestó Trujillo con firmeza. Pues no confíes más que en ellas”.

Ese fue el verdadero argumento que se puso en práctica en 1930, adornado por el verbo de quienes prestaron su intelecto en favor de aquella maquinaria del terror: macana y sangre para tomar el poder, asegurarlo para siempre, enriquecerse, y servir a la contención de la amenaza comunista, supuesta o real.

Frente a eso, el debate sobre si hubo o no intento de reelección, si se prolongó o no el período, en todo caso dentro de la más estricta institucionalidad democrática, luce ser una maniobra de diversión y confusión.

Merece la pena conocer aún sea un párrafo del último manifiesto de Horacio Vásquez dirigido al pueblo dominicano, publicado estando en Puerto Rico en el exilio, en marzo de 1930, y que dice así: “He bajado pues del solio cumpliendo fundamentalmente con los más altos deberes de mi investidura, con la frente levantada y la consciencia tranquila. Puedo mirar hacia atrás sobre el panorama de mi gestión gubernativa, sin temor de hallar en él una sombra que pudiera angustiarla: impulsé el progreso nacional, acaté la ley, conservé la libertad y respeté la dignidad del ciudadano. Mantuve inalterablemente las características de un gobierno civil, venciendo los obstáculos que le oponían nuestras tradiciones de arbitrariedad; quise darle brillo a las instituciones, relegadas por la violencia o el despotismo a una existencia apagada y secundaria a través de casi toda nuestra historia”.

Y, como si todo eso fuera poco, agrega: “Abandono el poder con las manos limpias de oro y de sangre y el espíritu libre de remordimientos y de odios; y puedo afirmar con veracidad absoluta que la única preocupación que conturba mi ánimo en estos momentos se refiere al porvenir de la patria que he amado con todas mis fuerzas toda mi vida”.

Un líder así con esa altura de miras, alma y manos limpias, no merecía ser objeto de los infundios que tejió la tiranía por medio de los intelectuales comisionados para retorcer los hechos y enlodar su reputación, y que después hasta nuestros días algunos se han esmerado en perpetuar.

De ahí que me permito concluir que aquellos políticos y militares que en 1930 tiñeron de sangre el espectro nacional para “ganar” por el terror unas elecciones amañadas, sí que fueron responsables del surgimiento y mantenimiento del tirano. De igual manera lo fueron, aunque sus nombres ¡que casualidad! convenientemente no se mencionan, los grandes apellidos refulgentes de aquella época oscura que mejoraron para siempre su situación económica a cambio de vender su consciencia y pluma a favor del monstruo que contribuyeron a encumbrar y mantener en el poder.

También fueron responsables los miembros del cuerpo de marines y de otras esferas de poder de los Estados Unidos que alentaron y sostuvieron al sátrapa; o los que usurparon el papel de miembros de la Junta Central Electoral para consagrar la farsa montada; o los que impidieron por la fuerza que la Corte de Apelación pronunciara su veredicto declarando la nulidad de las fraudulentas elecciones de 1930; o los que se montaron en el carro de la adulonería al ególatra a cambio de prebendas; o los que mantuvieron la cerviz inclinada en reverencia permanente al déspota.

Hay tantos responsables del ascenso y mantenimiento de Trujillo en el poder, estimado amigo Bernardo Vega, que señalar como tal a la víctima derrocada no es ético ni apropiado, ni siquiera simpático como acto de prestidigitación publicitaria.

Al fin y al cabo la víctima derrocada, o sea Horacio, al morir hizo un último y gran servicio a su pueblo: se convirtió en símbolo inspirador de la lucha por la libertad y la institucionalidad. Ya antes había sido el líder del movimiento 26 de Julio que puso fin a la tiranía de Lilís.

Y, en efecto, mantener viva la llama de la libertad e institucionalidad fue lo que motivó a muchos dominicanos y a tributarios de la misma sangre de Horacio a integrarse y tomar acción en la epopeya de Luperón de 1949 (Federico Horacio Henríquez Vásquez, alias Gugú), o dedicar su vida a la lucha contra la tiranía (Francisco Alberto Henríquez Vásquez, alias Chito, fundador del PSP en Cuba), o participar en la expedición gloriosa de junio de 1959 (José Horacio Rodríguez Vásquez, José Cordero Michel y Tony Mota Ricart).

Otros más, también sangre de su propia sangre, tuvieron participación intelectual y activa determinante en la gesta del 30 de Mayo que culminó con el ajusticiamiento del déspota sanguinario que fue Trujillo, cerrando así un ciclo histórico (los hermanos Antonio, Mario, Ernesto y Pirolo de la Maza Vásquez, los hermanos Eduardo Antonio y Bienvenido García Vásquez, y Tunti Cáceres Michel). De ahí que los dos tiranicidios que ha vivido la República compartan un mismo origen en cuanto a una parte de sus ejecutantes.

Algunos más con ese mismo sello familiar lucharon en 1963 en las estribaciones de Las Manaclas en defensa de la constitucionalidad e institucionalidad (Emilio Cordero Michel y Leonte Schott Michel).

Y todos ellos pusieron en riesgo sus vidas en pos de ese ideal de libertad e institucionalidad, que fue el legado y ejemplo que recibieron.

Horacio Vásquez, cuyos genes también forman parte de mi ser (y lo expreso con alto orgullo), pudo haber cometido errores como humano que era, pero fue imagen de decencia, pensamiento y acción liberal, talante democrático, dignidad y honradez, progreso e institucionalidad, tolerancia y capacidad de corregir los errores aunque afectaran su popularidad, y de lucha por la libertad. Exaltar sus valores es el mejor tributo a la conformación de una democracia de más calidad.

Este país tiene pendiente una ardua tarea de reivindicación histórica. Han sido muchos los que han dado lo mejor de sí a su pueblo y, sin embargo, se les mantiene relegados en el olvido, mientras que los que representan antivalores son ensalzados sin merecimiento alguno.

Parecería alucinante y extraño que ese gran líder que llenó la historia política dominicana durante más de 30 años, ni siquiera disponga hoy de una tumba decorosa en Moca, el pueblo en que nació, que su modesta residencia ubicada en Tamboril, lugar en que vivió sus últimos días con deslumbrante humildad, luzca desvencijada y descuidada, y que no se haya construido en Moca un museo que recuerde sus hechos y logros.

Y esto es en parte consecuencia de la campaña deliberada y el intelectualismo vacío que se ha ido tejiendo en su contra, a pesar de que al pueblo dominicano le urge tener referencias encomiables y auténticas como la suya.

Esa es la razón de que hayamos propuesto a las autoridades provinciales que sus restos sean trasladados a Moca para que descansen en un panteón apropiado junto a su amada esposa, la exquisita ex primera dama e intelectual, Trina Moya de Vásquez; que la casa ubicada en Tamboril sea restaurada, y se construya en Moca el Museo de Horacio Vásquez.

Es una desgracia que la historia dominicana escrita esté llena de tergiversaciones. Hay que reescribirla y estar alertas para que no nos cambien ni los valores ni la historia.

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