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Sin asomos de nostalgia

Después de haberlas tenido y utilizado durante años, quizás décadas, sería lógico esperar que las personas desarrollen lazos afectivos con las monedas de sus países. Se ha dicho en ocasiones que las monedas son símbolos nacionales, a la par con las banderas y los himnos, por lo que reemplazarlas con otras debería ser un acontecimiento anímicamente perturbador.

Sin embargo, debido a que la mayoría de los cambios tienen lugar como respuesta a situaciones de crisis, las sustituciones ocurren cuando ya la confianza en la moneda se ha perdido, usualmente por causa de emisiones descontroladas para financiar los gastos públicos, lo que la devalúa respecto de otras monedas y crea procesos inflacionarios que erosionan el poder adquisitivo de los ingresos. El desasosiego provocado por ese tipo de situaciones hace que el cambio sea bienvenido y que no haya mayor nostalgia por la moneda reemplazada.

La moneda nacional puede sustituirse por otra también emitida localmente, como ha sucedido varias veces en Brasil y Argentina, quitándole algunos ceros a la anterior y prometiendo que la nueva moneda no correrá igual suerte. Pero puede también ser sustituida por la moneda de otro país, como hizo Ecuador con la suya a fin de liberarse de la inestabilidad generada por las irresponsables políticas monetarias.

Los griegos tenían tan malos recuerdos de la dracma, su moneda anterior, que su primer ministro tuvo que convencerlos de que rechazar las ofertas de los organismos europeos no implicaba salir de la eurozona. De los países que hoy usan el euro sólo en Alemania hubo una genuina resistencia a dejar su moneda, cuya fortaleza era un objetivo nacional de primer orden, al punto de que la debilidad del euro en sus inicios provocó llamados a dejarlo y volver al marco. Y otros países, que tenían monedas bien valoradas por su población, como Inglaterra con su libra esterlina, rehusaron entrar a la eurozona.

gvolmar@diariolibre.com