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Decisiones difíciles

Hillary Clinton relata en su libro “Hard Choices” que en 2013, siendo ella Secretario de Estado de los Estados Unidos, recibió en Washington en misión oficial a Hamid Karzai, presidente de Afganistán, quien se mostraba renuente a dejar el poder en 2014, como estaba previsto.

Hillary cuenta que estando ambos en el Capitolio, propuso a Karzai que hicieran un recorrido para ver un conjunto de pinturas que consideraba que representaban con autenticidad el espíritu democrático de los Estados Unidos.

Se detuvieron ante un cuadro en que aparece George Washington rechazando el trono que se le ofrecía, renunciando a su condición de comandante en jefe de la Fuerzas Armadas para aceptar su elección como presidente de esa nación, y posteriormente abandonar ese cargo al cumplir su octavo año de mandato.

Según Hillary Clinton “ese acto desinteresado (el del abandono del poder en pleno disfrute de una popularidad casi plebiscitaria, bien ganada) es el sello distintivo de la democracia estadounidense”. Y agrega el comentario de que “si Karzai quería ser recordado como el equivalente de George Washington en su país, tenía que seguir su ejemplo y renunciar al trono”.

Ese octavo año que marca un límite en el ejercicio del poder, fue respetado de forma voluntaria por cada presidente de los Estados Unidos, con alguna excepción explicada por los retos del momento, y consagrado posteriormente como una obligación constitucional.

No es seguro que a Karzai, ni a ningún otro líder formado en culturas autoritarias como las asiáticas o latinoamericanas, le interesara tener como arquetipo a un demócrata como George Washington a costa de renunciar al usufructo del poder político y terrenal.

Se daba la circunstancia de que su país estaba afectado por el predominio de los intereses tribales, la penetración de Al Qaeda, la influencia de los talibanes, la desorganización del Estado, la miseria de la población, el atraso secular.

Hamid Karzai, líder de la tribu pashtun, no podía sostenerse en el poder por sí mismo, ni mucho menos dejar huellas indelebles de su paso. En cambio, con ayuda externa podía alcanzar algunos de sus objetivos. Y eso lo convirtió en aliado de la potencia occidental.

La diplomacia de los Estados Unidos ha evolucionado, y en los últimos tiempos se ha enfocado en defender como siempre sus propios intereses, pero haciendo explícita la defensa de sus valores democráticos.

En algunos casos esos valores se ponen como condición sine qua non para involucrarse con el peso de su poderío en conflictos sensibles y delicados que afectan regiones y naciones, hasta el límite (siempre hay un límite) en que no colidan con sus intereses geopolíticos y económicos fundamentales.

Egipto ilustra bien este último punto. Ahí la democracia parece que no importa tanto como para arriesgarse en nombre de ella a poner en peligro la estabilidad y el orden en esa nación, lección aprendida luego de los acontecimientos turbulentos en Irak y Libia, y el posterior surgimiento del estado islámico.

Confiesa Hillary que en Burma aplicaron al presidente Thein Sein la política de mezclar sanciones y al mismo tiempo involucrarse en el proceso de cambio hacia la democracia, ofreciendo respaldo a cambio de avances democráticos.

Uno de los emblemas para impulsar el cambio democrático fue la utilización de la imagen de la premio Nobel de la Paz, Suu Kyi, a quien hicieron objeto de visitas al más alto nivel y de reconocimientos para que no hubiera duda de cuál era el mensaje.

El libro de Hillary es una excelente narración de los hechos relevantes que ocurrieron en el desempeño de su período y de la esencia de la diplomacia estadounidense.

Los Estados Unidos pudieron zafarse muy temprano de las apetencias por mantenerse en el poder que en Latinoamérica se han justificado con el argumento de que existen líderes que son imprescindibles para la sobrevivencia de la nación, cuando lo cierto es que solo lo son para garantizar el privilegio y riqueza de los grupos que los apoyan.

En República Dominicana están sucediendo cosas que se derivan de la influencia y diplomacia de la nación hegemónica vecina, y están surgiendo señales que se dirigen a presionar a la clase política para que haga suyos los valores democráticos de la potencia occidental.

Pasada la disonancia del proceso electoral, ha quedado el trauma de un torneo realizado bajo reglas disparejas.

La clase consciente de la nación ha optado por lamer las heridas para que cicatricen y evitar males mayores.

Ese intervalo de espera debería ser aprovechado para nivelar el terreno de juego de la actividad política, fortalecer las instituciones, y trabajar en las transformaciones que demanda el aparato económico y social.

La viabilidad de ese proceso dependerá de que haya humildad y contrición en los vencedores del certamen electoral pasado, e inteligencia emocional y creatividad en los vencidos. El peligro está en que se pretenda seguir estirando la cuerda y que finalmente se rompa.

Las reformas deberían empezar por el espectro institucional para garantizar la imparcialidad y equidad en el próximo proceso electoral.

Y continuar por el económico, dirigidas a resolver los problemas fundamentales como el agotamiento de las fuentes de agua; la falta de confiabilidad del sistema eléctrico; la costosa deuda cuasi fiscal y las distorsiones que provoca en el flujo ahorro e inversión y en la intermediación financiera; el caos del transporte; la rigidez del mercado laboral; la expulsión de mano de obra dominicana del mercado de trabajo; y la precariedad de la seguridad social.

Y corregir, si, enmendarle la plana a las políticas macroeconómicas y sectoriales que restan competitividad al aparato productivo.

La figura política que dirigiera ese proceso podría convertirse en un arquetipo de dominicano, merecedor del respeto y admiración de todos. En cambio, si lo bloqueara nadie sabe a que sima podría conducir a este pueblo.

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