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La migración haitiana

A riesgo de simplifica­ción, puede decirse que la migración hai­tiana hacia República Dominicana ha pasado por tres etapas, cada una definida por rasgos particulares. La compleja realidad que enfrenta hoy el Estado domini­cano -la sociedad como un todo, más bien en torno a esta cuestión es el resultado de una acu­mulación de problemas, complejos y múltiples, derivados de cada una de esas etapas que por déca­das no hemos querido o podido atender.

La primera etapa, que se inició en las primeras décadas del siglo XX y perduró hasta los años sesenta, puede definir­se como un modelo de migración cerrado y controlado. Fue cerrado pues se trató de una migración destinada exclusivamente a lugares y trabajos específicos (ingenios azucareros, bateyes y corte de caña) y controlado pues en am­bos lados de la isla había gobiernos autoritarios que tenían un control absoluto del territorio y del movimiento de personas, lo que impli­caba un estricto control de los braceros que eran desplazados según las necesidades cíclicas de la industria azucarera. Durante la segunda etapa, que dura desde la segunda parte de los años sesenta has­ta finales de los años ochenta, el modelo de migración sigue siendo bastante cerrado pues los braceros haitianos eran destinados princi­palmente a los ingenios azucareros, pero dejó de ser totalmente contro­lada, debido a que una parte de esa población, si bien todavía pequeña, comenzó a desplazarse a otras áreas de la agricul­tura, a echar raíces en el país y a tener su pro­pia dinámica laboral y social, pero sin penetrar todavía a otras áreas del mercado laboral fuera del sector rural. En todo caso, los problemas so­ciales y legales asociados a la migración haitiana durante estas dos etapas, aunque no visibles para una gran parte de la población, fueron incre­mentándose y agudizán­dose cada vez más. La tercera etapa, que comienza a principios de los años noventa, ha sido completamente abierta y descontrolada. Esta mi­gración es el resultado de la confluencia de dos fenómenos: por un lado, la crisis política haitiana desatada a partir del golpe de Estado en 1991 contra el presidente Jean Bertrand Aristide y, por el otro, la expansión eco­nómica que se produjo en el país en los años noventa, la cual se con­virtió en un imán para la inmigración haitiana.

Todavía no se ha eva­luado con el rigor y la objetividad suficientes lo que ocurrió en Haití tras el golpe de Estado contra Aristide. Liderada por Estados Unidos, la comu­nidad internacional OEA y ONU con el apoyo del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y otros organismos internacio­nales- sometió a ese país, en nombre de la restau­ración de la democra­cia, a una de las peores sanciones económicas que se la haya impuesto a país alguno. El Conse­jo de Seguridad de las Naciones Unidas llegó in­cluso a establecer un blo­queo naval contra Haití para impedir cualquier intercambio comercial del mundo con ese país a fin de forzar a los mili­tares golpistas entregar el poder, lo que vino a ocurrir a finales del año 1994 con la intervención militar dispuesta por el Consejo de Seguridad bajo el mando de Estados Unidos.

Las consecuencias de esas draconianas sancio­nes contra Haití fueron la destrucción de su mínima base económi­ca, a lo cual se agregó una severa crisis de orden y seguridad tras el desmantelamiento, sin sustitución apropiada, de las fuerzas armadas y los órganos de segu­ridad pública. El único resultado posible de ese conjunto de políticas era la expulsión de la mano de obra hacia otros mercados labora­les, el principal de los cuales era, lógicamente, la República Dominica­na. Esa fue la etapa de los "boat people", esto es, haitianos que eran capturados en alta mar por la guardia costera norteamericana, encuar­telados en Guantánamo y luego repatriados a su país.

En ese contexto es que se expande la migración haitiana en el país, la cual comienza a pene­trar múltiples mercados laborales -agricultura en sus diferentes facetas, construcción, seguridad, comercio informal- y a hacerse cada vez más vi­sible en todo el territorio nacional. Durante estos casi quince años desde el golpe de Estado la si­tuación en Haití, lejos de mejorar, se ha deteriora­do, entre otras razones por el terrible terremoto del año 2010.

Por supuesto, esa ne­cesidad de migrar de los haitianos hacia nuestro país encuentra como contrapartida un Estado dominicano sumamen­te débil que no puede controlar efectivamente su frontera ni sancionar a los que participan en el tráfico de personas ni hacer valer sus leyes la­borales ni repatriar con­forme al debido proceso. El Estado tampoco tuvo, hasta ahora y gracias a un efecto positivo de la sentencia del Tribunal Constitucional, un plan de regularización de mi­grantes que pusiera un mínimo de orden a esta desbordante y descontro­lada migración.

Aunque el Estado ya cuenta con las herra­mientas legales para dar respuestas a esta problemática (la ley y el reglamento de migración, la denominada "ley de naturalización" y el Plan de Regularización de Extranjeros), la tarea por delante es enorme y com­pleja, pues no basta con tener normas jurídicas si no se cuenta con la ca­pacidad institucional, los recursos financieros, los medios tecnológicos y el personal entrenado para hacerlas valer. Se trata, sin lugar a dudas, de uno de los mayores retos, si no el mayor, que ha enfren­tado nuestra nación en las últimas décadas.