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Camino al olvido

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Camino al olvido

Cuesta sacudirse el frío mental cuando allá fuera una gruesa costra de nieve ha secuestrado al río Neva, de cuyo cauce solo dan cuenta los tantos puentes que atan las dos extremidades de un San Petersburgo bañado de grises que prologan el temible invierno ruso, históricamente la línea final de defensa contra los intentos bélicos de las potencias occidentales.

Salvo las tantas estatuas de Vladímir Lenin y los densos bloques habitacionales que parió la arquitectura soviética, estéticamente estéril y portaestandarte de un estilo tan severo como el estalinismo, los rastros del periodo del socialismo real pertenecen a la imaginación del visitante. Sin embargo, la segunda ciudad de la Federación de Rusia fue el epicentro de la revolución bolchevique. En los prolegómenos de aquel octubre fatídico de 1917, a su estación ferroviaria llamada Finlandia llegó del exilio el héroe revolucionario, armado con la tea incendiaria de sus ideas más la praxis política y sentido de organización partidaria que derribaron al régimen zarista.

Con Lenin a la cabeza, el asalto al Palacio de Invierno, hoy parte del museo del Ermitage, soltó las amarras para navegar hacia la dictadura del proletariado. A meses del centenario del tsunami político que sacudió al mundo, impuso cambios tan traumáticos como trascendentales y fue alternativa fallida al modelo capitalista de producción y organización social, cabe preguntarse qué resta de esos decenios. ¿Alguna impronta trascendente se erige aún como motivo de inspiración en estos tiempos difíciles, ganancias que mostrar, acontecimientos que rememorar con el orgullo afín a los éxitos?

Ignoro si habrá celebraciones multitudinarias en el San Petersburgo antológico, si el entusiasmo popular se sobrepondrá a las temperaturas que lo congelan todo, excepto el entusiasmo por adentrarse una vez más en el legado cultural de una de las ciudades más bellas del mundo, sublime en sus noches blancas primaverales, digna rival de Venecia y Ámsterdam con su entramado de canales. Más bien la convocatoria generalizada es al Foro Económico Internacional, a comienzos de junio, y no a la exaltación revolucionaria del otoño de 1917. En contraste, la mayoría de las referencias conducen a un pasado que antecede a la revolución de octubre, señal inequívoca de un interés colectivo en establecer un antes y un después, camino a la irrelevancia el hiato de casi 70 años.

Museo ahora, ineludible el acorazado Aurora, pieza fundamental cuando derribó de un cañonazo la puerta del Palacio de Invierno. E igual el Museo Estatal de la Historia Política de Rusia, con recuerdos de la URSS. Sin embargo, la grandeza de San Petersburgo está mejor representada en las grandes edificaciones de la época zarista y en las colecciones de pintura y arte que Catalina la Grande acumuló en el Ermitage. El complejo de palacios de Petergoff, Pavlovsk, la Plaza del Palacio, la Catedral de San Isaac, la iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada y la Casa Singer, entre otros emblemas, encabezan el largo listado de estímulos para que el alma celebre.

Podría argumentarse que se trata de obras materiales y que la revolución comunista, en su profunda dimensión social, también abarcó el espíritu. En música, Músorgski, Rimski-Kórsakov Borodín y Tchaikovsky preceden la revolución. Igor Stravinsky vivió los años de la URSS en Europa Occidental y los Estados Unidos. Incluso, adoptó la ciudadanía francesa. Shostakovich y Prokofiev sufrieron las intolerancias de un régimen que en gran medida les bloqueó el talento al dejarles solo las notas del pentagrama revolucionario. El violoncelista Mstislav Rostropovich, para quien estos dos últimos escribieron conciertos, se vio forzado a emigrar, al igual que Vladímir Ashkenazy y Sergéi Rachmaninov.

En el terreno de la literatura, San Petersburgo acunó una hornada de figuras relevantes de las letra rusas, con Fiódor Dostoyevsky a la cabeza. Los lugares donde vivió son puntos de peregrinación, especialmente la casa en la que concibió la novela sicológica por excelencia, Crimen y castigo. No muy lejos, el piso del imaginario estudiante Rodion Raskolnikov, rehén de cavilaciones torcidas y pobreza extrema como fragua del asesinato de la anciana usurera Aliona Ivánovna. Su última novela, Los hermanos Karamásov, también tuvo génesis en San Petersburgo.

Fueron precisamente las letras ámbito propicio para los excesos del socialismo real, caracterizado por la intolerancia al pensamiento crítico y condena cruel de cualquier desvío mínimo de una interpretación vertical de la sociedad y la política. La ortodoxia embozaló la creatividad e impuso una camisa de fuerza al arte, siendo el Gulag el destino cierto de quienes osaron contravenir las reglas de un sistema autoritario, implacable y que, como Saturno en la descripción pictórica de Francisco Goya, devoraba hasta sus propios hijos.

Esos rasgos dictatoriales de las décadas soviéticas abonan la poca devoción al recuerdo festivo de una era que fracasó en el fementido intento de crear un hombre nuevo. Afortunadamente, podría argumentarse, porque hubiese sido a imagen y semejanza de una mentira, de una falsificación de la historia y los hechos con tal de acreditar una revolución que tanto dolor y sufrimiento ocasionó al pueblo ruso y países bajo el manto asfixiante del Moscú totalitario. Las constantes purgas políticas, el odio de clase que exterminó poblaciones enteras, las persecuciones masivas, la represión violenta de toda disidencia y las consecuencias funestas de programas económicos inverosímiles por su reto a toda lógica, causaron tanto o más daño que la agresión nazi y el cerco de 900 días a San Petersburgo durante la Segunda Guerra Mundial.

Tres de los autores contemporáneos de la ciudad báltica conocieron la dureza del sistema soviético. La poeta Anna Aimátova se negó a exiliarse, mientras que Vladímir Nabokov y Joseph Brodsky marcharon al extranjero en busca de la libertad de expresión que se le negaba en la patria de Tolstói, Gógol y Chéjov. De los cinco escritores rusos ganadores del Nobel, solo Mijaíl Shólojov tuvo una carrera apacible, como su río Don, en la tierra natal. Alexander Solzhenitsyn documentó en una literatura gloriosa la horrenda realidad de los campos de concentración y la suya propia, como una víctima más de la represión soviética. Venció el ostracismo y de paso también a sus verdugos con la denuncia vigorosa en textos que hoy forman parte del acervo universal.

Otro, Boris Pasternak, montó en la ficción un retrato vívido de la individualidad deshecha por esa revolución de octubre en camino a su primera centena de años en el calendario. Su Doctor Shivago pudo ver la luz en Rusia en 1988, treinta años después de escrita y ya en plena fragmentación de la URSS. Paradojas de la vida, apareció en Novy Mir, la revista que en principio rechazó publicar las desventuras del joven médico y poeta Yuri Andréyevich Zhivago, en la novela que Pravda, el periódico oficial, calificó como objeto comercial de baja calidad.

No hubo una revolución cabal del pensamiento y el espíritu en la URSS, excepto en la propaganda pretendidamente verdad. El gran aporte ruso al arco iris de las artes proviene de otras épocas, o quedó desparramado en las geografías del exilio y, aún así, perfectamente reconocible dado el sello nacional inconfundible de quienes necesitaron de nuevos aires para refrescar la inspiración.

¿Habrá qué celebrar en el octubre de 2017 o confiar en que el frío ruso congela hasta malos recuerdos?

adecarod@aol.com