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De cuento en cuento

Los problemas que hay en nuestro país nos dan asco. Eso me ha dado la inspiración, para mejorar nuestra tristeza y rabia, de escribir cuentos a mis queridos lectores y lectoras. Este no tiene título todavía.

“Apretó el manuscrito contra su pecho, suspiró y recostó su cansada cabeza sobre la almohada, mientras sus brazos, aquejados por el Parkinson, fueron dejando caer, una a una, las páginas en el suelo. Pero se lo dijo a sí mismo. Se levantó. Llegó al parque sombreado de robles y samanes y continuó caminando despacio hacia el pueblo-abajo. Pasó por el ruido del mercado. Continuó hasta el cementerio. Sus pies cansados y su espalda de viejo jubilado llevaban dolores mientras cruzaba por los platanales y matas de amapolas florecidas que en ese mes de febrero adornaban con sus rojos las montañas. Llegó a Monte de la Jagua, y se detuvo. Se sentó sobre una piedra grande que parecía una frontera y miró a cada lado. Nadie parecía verlo, pero él miraba al que pasaba. Vio hombres que cargaban en sus hombros sacos llenos de plátanos y yucas, mujeres que en sus cabezas llevaban canastas agrupadas de flores y pimientos, niños que jugaban con pelotas disfrazadas de sábanas muy viejas y un par de personas, tan viejas como él, sentadas al sol como ropa secándose de la lluvia.

Se levantó como pudo y continuó la ruta por un estrecho caminito rodeado de cadillos y lirios salvajes, hasta detenerse en la puerta de un lugar donde una cruz cubierta de yerbas sin sentido parecía que lo esperaba. Allí en silencio se arrodilló ante quien sabía parecía esperarlo. Cerró los ojos y apareció la mulata prodiga de carnes, labios rumorosos, senos amplios que apenas cabían en la blusa, ojos negros tan negros como un pozo, y le sonrió. Se cantaron boleros como en otro tiempo.

Decían que ella había tenido muchos amantes, pero a él no le importaba. Se amaron para siempre. Por siempre. Con un amor sin descripción, sin definición y con deseos no descritos, pero con tantos besos y caricias que las noches comenzaban con sus cuerpos abrazados y les llegaba el sol sin que lo vieran aparecer cada mañana.

Él, de pelo cano y poco, manos arrugadas y temblantes, ropa desteñida y piernas sumamente flacas, le sonrió. Solo ella y él sabían que se amaron. Así, llegó la noche. Una lluvia inmensa los empapó de la cabeza a los pies.

Al amanecer el no despertó, pero la sonrisa le cubría el rostro. Iba viajando hacia el infinito y ella lo llevaba de la mano.”

Moca

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