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De la universalidad de un deporte

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De la universalidad de un deporte

Sin importar género ni raza, posición social o ideas políticas, decenas de millones de personas urbi et urbe siguen o juegan con fruición un deporte que con toda propiedad puede llamarse universal pese a su génesis europea. Países industrializados y en vías de desarrollo han encontrado un campo común en el que las diferencias se miden en goles, la rivalidad se resuelve en dos períodos de apenas 45 minutos cada uno, sin bajas graves entre los contendientes y sin necesidad de artilugio alguno.

Todos los continentes cuentan con ligas profesionales y de aficionados, tal es su popularidad. Cada cuatro años, los mejores equipos nacionales se citan en una cumbre mundial que acapara la atención incluso de sociedades donde otro deporte es el rey, verbigracia los Estados Unidos y la República Dominicana, o Jamaica y Australia. El fútbol es pasión, arte, estrategia, ilusión, destreza y resistencia. Entusiasma y deprime; alegra, entristece; y a todos revela la verdad de cuánto significa el trabajo en equipo. Ha permitido invertir una perogrullada y con las manos se desbarata lo que se hizo con los pies.

Es altamente contagioso y puedo dar fe. Las primeras cepas del virus me atraparon en mis años de estudiante en el Reino Unido, en la prehistoria. En aquel tiempo, los partidos se veían de pie y a los fanáticos se les segregaba de acuerdo al equipo que apoyaban. Hasta la gran tragedia del Hillsborough Stadium, 27 años atrás este 15 de abril, que dejó las estadísticas espeluznantes de 96 muertos y 766 heridos. No se controlaba el aforo y al ceder una barrera, los fanáticos cayeron uno sobre otro. En la estampida posterior se vivieron momentos de terror y muerte. Ahora en todos los estadios ingleses hay asientos y asistencia controlada. ¿Alguien osa afirmar que solo nosotros ponemos candado después que nos roban?

Seguía al equipo local, Norwich City Football Club, conocido como los Canarios, con uniforme amarillo y verde a tono. Décadas después, aún continúa en los últimos lugares de la Premier League, con descensos frecuentes a la Segunda División.

El bacillus futbulensis metamorfeó en crónico en mi segundo debut británico, en el Londres que diplomáticamente me acogía. Curiosamente, mi interés principal se apartó de la Premier League y fue a dar a España, Barcelona para más seña. Desde entonces no oculto que soy un culé empedernido y hasta he aprendido una frase importantísima en catalán: ¡Visca Barça! Para los neófitos, culé se origina en la parte de la anatomía visible en las gradas del antiguo campo donde el mejor equipo del mundo oficiaba para deleite de la hinchada fiel. Aunque en el Mundial celebrado en Sudáfrica en el 2010 seguí varios de los partidos de la selección inglesa, mis simpatías estaban con La Roja, felizmente campeona en una final irrepetible frente a Holanda.

Deporte sin fronteras, no permite las medias tintas en el combate contra la discriminación y el racismo. Las asociaciones patrocinan una noble campaña en la que intervienen jugadores, los equipos y la Federación Internacional de Asociaciones de Fútbol (FIFA), lamentablemente esta última signada por la corrupción. Cuando se intentó destituir el año pasado al cacique suizo Joseph (Sepp) Blatter por los negocios non sanctos con las sedes para los mundiales, el delegado dominicano votó a favor de mantener en la presidencia a ese gran responsable del escandaloso manejo de la organización. ¡Qué vergüenza: la Federación Dominicana de Fútbol a favor de la corrupción!

Árbitros, jugadores y entrenadores conforman una suerte de hermandad cuyos miembros se mueven con facilidad de país, liga y continente. Cuando se ha alcanzado la excelencia, los salarios son estratosféricos y la adulación y reconocimiento les siguen por doquiera se desplazan. Dos de los entrenadores punteros en la española Liga BBVA, sin dudas la mejor del mundo pese a lo que diga el controvertido míster portugués José Mourinho y sus sueños ingleses, son extranjeros: el argentino Diego Simeone y el francés Zinedine Zidane. En Gran Bretaña, cuya Premier League compite en nivel con la Bundesliga alemana, solo hay cuatro técnicos ingleses. El español Rafa Benítez es toda una institución, pero no más que el francés Arsène Wenger, con más de 20 años al frente del Arsenal. Manuel Luis Pellegrini Rimpamonti, un ingeniero civil chileno, ha entrenado equipos en su país natal, Argentina, Ecuador y España. Hasta el final de la presente temporada, es el jefe en el Manchester City, calificado ya para la semifinal de la UEFA Champions League.

Pep Guardiola, el nacionalista catalán que revolucionó al Barça y el único en el mundo en hacerse con seis títulos oficiales en un mismo año, termina este verano su tercera temporada con el Bayern de Múnich y reemplazará a Pellegrini con una bolsa anual cercana a los 20 millones de libras esterlinas, algo así como 30 millones de dólares libres de impuestos. Porque en el mundo del fútbol, los impuestos corren a cargo de los equipos.

Hay jugadores brasileños, argentinos y colombianos en China, los países árabes, Turquía, Europa Oriental y los Estados Unidos. Ni hablar en Europa, donde también unos fornidos y raudos atletas africanos se han convertido en verdaderas luminarias, con millones de euros, libras o rublos en sus cuentas, engrosadas además con ingresos provenientes de la venta de sus imágenes y el patrocinio de productos comerciales. Solo por el derecho a la transmisión de los partidos de la Premier League, la más rica de todas, la televisión británica pagó la astronómica suma de seis mil millones de libras esterlinas, el 15 por ciento del producto interno bruto dominicano y el total combinado de lo que ingresamos cada año por turismo y las remesas de nuestros compatriotas en el exterior. Por supuesto, no invirtieron esos guarismos extravagantes para perder dinero.

Quienes despachan este deporte universal con la definición desdeñosa de un grupo de manganzones en pantalones cortos persiguiendo una pelota no superan aquellos para quienes el ballet clásico no pasa de saltos al compás de una música extraña. O de quienes ven en el ajedrez solo la forma de las fichas. No en vano el Vaticano también tiene su liga.

La dificultad inherente a la práctica del fútbol escapa a cualquier otro deporte, precisamente porque no se practica con las manos, los instrumentos humanos por excelencia para crear y ejecutar las maniobras más simples o complicadas. Excepción hecha, todo el cuerpo humano entra en el juego, hasta el trasero. Como en ninguna otra disciplina, la capacidad de creación adquiere una dimensión mayor porque prácticamente envuelve toda la anatomía. Como señalaba de entrada, el balompié es arte y comparte expresión con la danza y la acción dramática, por ejemplo.

Ciertamente es un arte sometido a reglas muy estrictas y cuya transgresión se paga con castigos que van más allá de la suspensión por un partido. No se discute la autoridad del árbitro so pena de sanción y, tal una sociedad organizada, la agresión al rival tiene consecuencias. Como símbolo social, la potencia del fútbol es inigualable. Incierto que sea machista y ha quedado probado en los Estados Unidos donde más de tres millones de jóvenes, equilibrado el total entre ambos sexos, participa en las diferentes ligas de aficionados. También hay una Copa Mundial Femenina de la FIFA, no así en el sexista béisbol. El juego se basa en la solidaridad y de ahí que a los equipos se les llame combinados. Raras veces las jugadas son individuales y la comisión de un gol está a menudo precedida de varios pases y por tanto asociados. Manda el colectivo porque la posición no otorga el protagonismo. El héroe podría ser lo mismo el portero que un zaguero, un mediocampista o un delantero. Al final, todo el equipo.

Del genial Jorge Luis Borges proviene la frase lapidaria de que el fútbol es una cosa estúpida de ingleses. No jugaba solo, pero en el equipo contrario tiene a atletas intelectuales de la talla de Albert Camus, en un tiempo portero en Argelia y que atribuye a la trayectoria arbitraria del esférico uno de sus mayores aprendizajes en la vida. Rafael Alberti se inspiró en un arquero húngaro y si distantes políticamente, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa coinciden en su reconocimiento al balompié. No se les queden en la zaga Miguel Hernández, Eduardo Galeano y Camilo José Cela.

Como en el ajedrez, la estrategia es fundamental. Cada partido se ejecuta en atención a un cuidadoso diseño destinado a bloquear las opciones de los rivales. Se anticipan los desplazamientos, se modera o intensifica la dinámica del equipo. A veces las jugadas son instintivas; otras, el resultado de una planificación compleja en la que el cerebro y el músculo comparten responsabilidades.

Leo Messi, Cristiano Ronaldo, Ronaldinho, Maradona y Pelé en su cénit, Neymar y Antoine Griezmann desparraman talento en el campo. El balón es el instrumento para canalizar la savia creativa. Se mueven con agilidad felina y superan a los rivales con gracia inimaginable, con un arte que se renueva en cada jugada. Cuando un portero de la talla de Courtois, Casillas o Navas se estira, proyecta una imagen de humanidad todopoderosa, de energía y capacidades infinitas.

El fútbol ha alcanzado su nivel máximo en países latinos, quizás porque como ningún otro deporte se aviene al carácter nuestro, a esa latencia estética que se ha desarrollado a lo largo de los siglos de nuestra civilización. Explica, por ejemplo, la diferencia de estilo entre un futbolista brasileño y un inglés o turco. Entre el Leonel Messi del Barça y el Wayne Rooney del Manchester United. Hay un empeño artístico que le ha dado al balompié formas nuevas y mayores espacios para el deleite de la hinchada.

Alguien se refirió a ese deporte grandioso, vital y sofisticado como la música del domingo. Siempre estoy dispuesto a escucharla cualquier día: al final del concierto las sensaciones son las mismas de quien ingiere un tónico de vida. (adecarod@aol.com)