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Las tribulaciones de un Pokémon políticamente incorrecto

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Las tribulaciones  de un Pokémon políticamente incorrecto (RAMÓN L. SANDOVAL)

En modas e imitaciones de otras sociedades marchamos a la vanguardia, y no podía ser diferente con Pokémon go, producto del genio japonés que tanto ha aportado a la definición de lo posmoderno y revolucionado detalles del quehacer rutinario en el que muchas de las distinciones de clase ya no cuentan. No hay hogar sin electrodomésticos y, por tanto, sin la huella notable del gigante asiático; solo que ya esa tecnología ahora fácil se duplica en múltiples geografías y ocupan al nipón otras tareas creativas, como esta que ha hecho de Nintendo un nuevo Lázaro y se desparrama por el mundo como una suerte de plaga digital allende culturas, edades y género.

Llegó Pokémon al Santo Domingo multifacético, más que capital resumen acabado de un país en transición, con los vicios propios de la puja por acceder al llamado primer mundo y a rastras el déficit acentuado de las virtudes de este. E ingresó por invitación inapelable a las complejidades de un cada día que espanta, en el que mansos y cimarrones se disputan el control imposible de la Torre de Babel y situaciones risibles o dramáticas nos acercan a Macondo. No que todo está perdido y que viva el pesimismo que la intelectualidad sitúa en el ADN nacional, porque la realidad puede ser también ficción y viceversa; las cantin?adas, doctrina docta que explica todas las situaciones; y ocupar nosotros lugar de precedencia en la columna de los países donde la felicidad reina suprema.

El primer brinco fue de espanto. En la búsqueda de escondite topó con unos zánganos (¿hay zánganas?) empecinados en un juicio popular que de esto tenía muy poco a juzgar por el número de participantes. Hablaban de elecciones recién pasadas y de cómo la voluntad popular mayoritaria no era tal, sino un fraude de colosales magnitudes. Curioso el tribunal, porque no necesitaba pruebas para acusaciones que doblaban como ejercicio de fatuidad. Los discursos se sucedían a lo largo de la misma línea de argumentación, todos condenatorios de los votantes a los que decían defender. Los tildaban de borregos (tan zoquetes que no habían aprendido a balar), de haber vendido el sufragio, de responder al canto de sirena de los planes sociales del gobierno reelecto y, en fin, de tontos de capirote, alienados, pobres de espíritu, ignorantes y cuantos epítetos pueden arrojarse a las masas. No a las que se mueven al impulso del paso rápido o lento, sino a las socialmente muertas y que no tienen remedio porque pertenecen, paradójicamente, al peor postor.

Galimatías aquello. Imposible determinar quién era culpable, si el defendido o el acusado. Sería jolgorio, quizás esquizofrenia. O cualquier otra cosa. El proceso ni siquiera llegaba a nivel de farsa. Para que esta sea eficaz se necesitan buenos comediantes y, como sentencia el diccionario, generalmente es breve y de carácter satírico. Convencido Pokémon de que allí habían perdido el juicio, decidió moverse hacia otros espacios. Difícil desplazarse en esas calles en las que el peatón y la buena ciudadanía están proscritos. Tropezó con un embotellamiento de tránsito que, contrario al argumento sobre el fraude, sí era colosal.

En un tris, porque no había manera de avanzar. Afortunadamente, lo salvó el despiste que producen los bocinazos ensordecedores y algunas expresiones tan subidas que ni siquiera los vidrios de las ventanillas, que también están hasta arriba en todos los vehículos salvo en unas antiguallas que llaman públicos o concho, y voladoras si alguna vez fueron microbuses, atemperan. Serpenteando en la manada metálica y humana, esquivó como pudo un proyectil en forma de vaso plástico que lanzaron desde una yipeta horrorosa, y faltó muy poco para que lo arrollaran. No los automotores, porque contrario a la dama de la ópera de Verdi estaban inmóviles, sino un minusválido que se deslizaba raudo en una silla de ruedas en el poco espacio entre los varios carriles de la avenida infame. Pedía con gesto autoritario que le dieran lo suyo a cuanto conductor lograba aproximarse. Inesperado. Inaudito. Sorprendente. Alucinante. Contraste desconcertante entre la imposibilidad motora de aquel ciudadano condenado a la silla, que debía ser eléctrica por el calor que derretía ipso facto todo atisbo de caridad, y la rapidez con que se ponía a resguardo una vez cambiaba la luz del semáforo, o alguien uniformado que escuchó llamaban “amé” y tocaba con insistencia un silbato, daba la señal para que el torrente mecánico se despeñara por la ruta de incivilidad.

Despavorido y aterrado ante la posibilidad de que lo cazaran por esos tropiezos inesperados, logró sortear el caos vehicular y la sustracción del minusválido al karma del hogar tranquilo y el apoyo social, al que se había sumado una tropa de vendedores ambulantes, limpiacristales, niños semidesnudos y unos heladeros uniformado de payasos: una muestra de infrahumanidad que aventajaba por mucho a su condición de monstruo. ¡Cierto, Pokémon es un monstruo! Liliputiense, sí, y por tanto infractor del principio definitorio de la especie y que implica gigantismo, rasgos desproporcionados y torpeza afín. ¿Acaso no es monstruosa la realidad del tránsito capitaleño, de la mafia del transporte público, de la indefensión del ciudadano de a pie?

Contaba con que su perseguidor implacable también confrontaría las mismas dificultades cuando se dio de bruces contra una montaña de desperdicios y, tambaleante, casi se precipita en una abertura escalofriante en la acera. Corría y corría y por la pinta de las edificaciones dedujo que había llegado a un barrio de gente bien. Como era su primera experiencia dominicana, se deformó aún más al percatarse de que las señales de no aparcar, de una sola vía y otras similares que en la vida civilizada significan orden, aquí eran falsas. Las habían colocado arbitrariamente los vecinos en atención a sus caprichos, que no eran otros sino recrear la individualidad al margen del colectivo. Por eso no querían que nadie aparcara frente a sus edificios, se habían robado las aceras y, como pudo comprobar en la continuación del asombro que no lo abandonaría, privatizado algunas calles.

Lo que fue residencia particular ahora pasaba como iglesia y de ahí salían unos estruendos verbales, rayanos en decibelios infernales. La primera explosión retórica fue contra los gais y, a vozarrón seguido, el aborto terapéutico. Total, se dijo, soy asexual y esto me importa poco. El reflejo de un móvil bajo el incansable sol tropical lo forzó a esconderse y a escuchar una tanda inacabable de sermones amenazantes, entre los que se colaban argumentos que, no por ser un monstruo, podía aceptar. En el Japón donde lo engendraron, el aborto bajo diversas circunstancias está permitido desde 1948. Allá por el África que sin duda muchos consideran atrasada, es recurso permitido en varios países si el embarazo proviene de una violación. En Gran Bretaña, cuna real de los derechos humanos, es un crédito al que se accede por decisión propia hasta la duodécima semana de la gestación.

Se preguntó mientras se agazapaba y respiraba atormentado ante la mera posibilidad de que lo confundieran con un feto y ahí mismo se proclamara un milagro, por qué esta gente quería convertir su moral en ley para todos. Total, él, Pokémon, un genérico sin género, era producto de una aplicación; y extinguirlo, una decisión personal, libérrima. Vio que alguien fumaba fuera y en un colmadón enfrente algunos parroquianos se entretenían bebiendo lo que les sirvieron al conjuro de: “¡Dame una fría!”. Fumar y consumir alcohol también atentan contra la sacralidad de la vida. El remedio ha venido en forma de legislación que varía según los países, pero casi siempre destinada a proteger a los menores porque se entiende carecen estos de las herramientas indispensables para decidir por sí mismos.

“Si este país”, persistió en su cavilación, “aspira a ser tan desarrollado como desde donde provengo y el respeto al derecho ajeno sí es la paz; y como aquellos estados unidos, donde viven millón y medio de dominicanos, y en todos el aborto es un derecho, ¿por qué tanto pecar de pacatos? Aunque en miniatura, monstruo soy. Pero me partiría todos los baudios y bits que se obligara a parir a una joven el fruto de una violación, y que esa criatura fuera el recordatorio diario de un crimen contra el cual la sociedad no la protegió. Tanto sinsentido es una condena monstruosa”. Ignoraba este Pokémon que hay dioses tronantes para los que no existe el perdón, que consienten el extermino de cuantos les sean adversos y que reservan los peores castigos para quienes se apartan de una ortodoxia que al final del cuento, otro es. Mas, no aceptan el aborto. Aprendió en escasos minutos qué es la intolerancia y cuán torpe resulta imponer al otro criterios que no se sustentan en verdad alguna, sino que son tomaduras de pelo para algunos y cuestión de fe para otros. Mundo complejo en el que le ha tocado imitar al fugitivo de la película aquella.

Con el descanso forzado aumentaba el peligro y se puso nuevamente en movimiento. Se creyó a salvo cuando vio un edificio grande llamado hospital. En su inteligencia mecánica había rastros de latín y sabía que aquella palabra guardaba relación con hospitalidad, que allí estaría a salvo. No en un hospital dominicano, por supuesto. Se enteró de que algo olía mal aunque no estaba en Dinamarca cuando un médico ya sin la bata blanca le decía a otro que se marchaba porque su jornada laboral había concluido luego de dos horas de servicio. Se enfrascaron en una conversación sobre unas negociaciones que adelantaba su sindicato. Oyó la palabra abuso, y pensó que era el cometido por un paciente contra su cuerpo y desencadenante de una aflicción urgida de atención médica. No, se refería a la pretensión oficial de que los médicos de la salud pública trabajaran al menos seis horas al día.

Confundido, creyó haber llegado a un hospital psiquiátrico. Imposible, se dijo de inmediato, no puede haber tantos orates en este país, aunque el juego conmigo está provocando locuras en todo el mundo. A la conclusión de que no era aquello un hospicio de chalados llegó por el número de personas que atestaba un salón bautizado como emergencias.

Escaso ya de energía por las tantas acrobacias físicas y mentales, optó por saltar a las cercanías urbanas y refugiarse en algún hotel alejado del estrépito cotidiano. En el momento en que su cazador lo desintegraba, descubrió que los moteles dominicanos no son para descansar, pernoctar o reponer energías.

adecarod@aol.com