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Homenaje
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Mi elegía a Miguel Enrique Feris Iglesias

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Mi elegía a Miguel Enrique Feris Iglesias
Miguel Feris Iglesias falleció el pasado día 7 de junio de 2015. (FUENTE EXTERNA)
El amigo rememora al compañero de juegos infantiles y al compueblano generoso en el consejo y la solidaridad. Por J. Enrique Armenteros Rius

El pasado día 7 de junio Miguel Enrique Feris Iglesias nos dejó; se marchó a la casa del Señor. Y lo hizo como era su costumbre: dándonos una sorpresa, casi jugándonos una broma pesada. Sin despedirse y sin prometernos volver.

Miguel Enrique Feris Iglesias era hijo de Josefina Iglesias Armenteros, hija de mi tía Teresa Armenteros, que estaba casada con César Iglesias. En realidad, era mi sobrino; sin embargo, toda la vida nos tratamos como primos y, más que como primos, como hermanos.

Además de la sangre y el afecto, nos unía una hermosa infancia llena de vivencias que recuerdo con fruición, quizás muchas de ellas intranscendentes, pero que están grabadas de forma indeleble en mi mente y en mi corazón.

Cuando nos juntábamos, Miguel Enrique hacía aflorar mis recuerdos de los años hermosos de mi niñez como las pescas al lado del edificio Armenteros, por donde discurrían las aguas del río Higuamo. Allí me veía bañándome en las orillas del río y dando pancadas con los muchachos en la Playa del Muerto. Revivía las salidas furtivas con mi hermano para ir al este de Miramar a ver y escuchar los ritos y canciones de los Guloyas, y recordaba mis viajes en yola a bañarme en la Fuente de Oro, e ir con una cigüeña al ingenio Las Pajas que administraba el amigo de mi padre, don César Cortina, al igual que mis clases en la escuela de doña Elena Vilomar, a la que seguía para comerme el dulce de cerezas que tenía en la nevera la madre de los Amiama Tió.

Era un hombre franco y espontáneo. Algunos dirían que de tan sincero a veces se tornaba rudo. Y tenía la capacidad de expresarse con una curiosa sonrisa hacia adentro que, sin dudarlo, era en él una genuina expresión de gozo.

Él era profundamente Feris, Iglesias, Elmúdesi y Armenteros, pero cuando hablaba conmigo, ya sea para charlar o para intercambiar recuerdos y situaciones, era como si yo hablara con un Armenteros entero. Ayudó a todas las familias, pues se daba a otros con facilidad, con gozo. Esa era su bonhomía.

Su bonhomía era legendaria, como era legendario su amor por su país, su familia y en especial por Macorís. Amor que se expresaba en obras, en hechos tangibles que están a la vista de todo el mundo. Tenía un corazón grande, capaz de acoger a cualquier necesitado. A cualquiera le echaba una mano.

Miguel Enrique era 24 horas al día macorisano y con el trato y el paso de los años se hizo en realidad parte de mi ser. Nos unía la devoción, el cariño y el respeto hacia su abuela, mi tía Teresa Armenteros Seisdedos. En nuestros encuentros me hacía sacar a flote mi alma macorisana, y no se conformaba con hablarme de mi pueblo, sino que me trasladaba a tiempos ya idos. Juntos los vivíamos con intensidad a la distancia del recuerdo.

Se suele decir que en cada sociedad hacen falta hombres. Y en Miguel Enrique Feris Iglesias, San Pedro de Macorís encontró un hombre que le dedicó sin reservas gran parte de su vida. Incorporó a su identidad con mucho orgullo y sin vacilación la serie 23. Preservó con entusiasmo sus queridas Estrellas Orientales. Erigió por sí solo una impresionante área industrial con todo y su fuente de energía, inclusive para distribución, cosa que me dejaba boquiabierto.

Cuando decidí rehabilitar y poner al servicio de la comunidad el viejo almacén de la Casa Armenteros, que fue construido en el año 1916, permanentemente conté con su consejo y con su estímulo. Le entusiasmaba profundamente estar cerca de ese proyecto que contribuía a la renovación de San Pedro de Macorís, a la revalorización de sus raíces fundacionales, y revivía para nosotros una parte tan limpia y tan feliz de nuestras vidas.

Miguel Enrique y yo compartíamos muchas cosas. Comulgábamos en la visión del país, de la sociedad, de la economía. Teníamos fe en el futuro del país y entendíamos que a nosotros, como parte del sector privado, nos correspondía por lo menos una parte. Siempre, con mayor o menor éxito, procuramos cumplir ese compromiso.

Ahora, mirando las cosas en retrospectiva, tengo que admitir que Miguel Enrique era mi referencia. Era la persona con quien compartía mis planes y preocupaciones. No solía dar un paso en un sentido o en otro hasta que no conocía su punto de vista. Aunque al final no acogiera su recomendación, siempre anotaba su opinión. Por ello, entre muchas otras cosas, yo sentiré mucho su ausencia, como sé que la sentirán todos los que le conocieron, y aun aquellos que sólo lo conocían por referencia.

En lo personal, a mí me hará una falta muy grande para descargar muchos sentimientos y para compartir ideas. Se me hace muy difícil reducir a palabras ese recuerdo imperecedero. Por eso, acudo con humildad a los versos de Gustavo Adolfo Bécquer, quien, con la genialidad que le caracteriza, lo expresa con estas palabras:

“Cuando el sol pasa por debajo del horizonte, aún no se ha puesto. Los cielos relucen durante una hora después de su partida. De la misma manera, cuando un hombre grande y bueno deja esta vida, el cielo de este mundo resplandece por mucho tiempo después de haberle perdido de vista. Tal hombre no puede ser olvidado en este mundo. Cuando marcha, deja tras sí mucho acerca de sí mismo. Estando muerto nos habla.”

Adiós Miguel, Dios nos juntará en alguna parte.

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