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Soledad Álvarez, en el filo de la navaja

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Soledad Álvarez,            en el filo de la navaja

Soledad Álvarez es una poeta sesentista por la cronología, pero es noventiañera por los hechos. Ocurre en la literatura dominicana que determinadas promociones literarias, o actores literarios, de forma individual, han dado a conocer sus textos de modo formal luego que su tiempo generacional ha concluido.

Creo que este fenómeno es algo muy común en nuestra literatura. Por ejemplo, la mayoría de los del 48 hicieron su obra dos y tres decenios más tarde. La poesía fundamental de los sesentistas (sobre todo la de los sesentistas de la posguerra) no fue la que estos produjeron en los años en que decidieron crear agrupamientos para fortalecer su visión y misión poéticas (textos, por cierto, que no pocos abandonaron y hoy no aparecen ni se mencionan), sino la que desarrollaron luego, en muchos casos entre los setentas y ochentas. De ahí que el encasillamiento generacional sirva solo como punto de partida, como referencia cronológica (la literatura y su estadística), pero no como elemento central de una carrera literaria.

Soledad Álvarez no es pues excepción, independientemente de que ella sea excepcional. Me explico. En 1994, hace veintiún años, publica su primer poemario, Vuelo posible. Entonces, espera que pasen doce años, en 2006, para publicar el segundo: Las estaciones íntimas. Y hace apenas poco más de una semana, nueve años más tarde, entrega el tercero, Autobiografía en el agua. ¿Qué sucedió con Soledad para que su obra ocurriese –y discurriese- de este modo? Solo ella puede explicarlo. Pero, valga aclarar que no desertó nunca de la literatura. En ese interregno, se internó en el ensayo, haciéndose merecedora de un premio Siboney, hizo crítica literaria, se integró en el grupo muy exclusivo que lideraba Manuel Rueda donde, con toda seguridad, recibió orientaciones claves para su labor posterior, colaboró en las ediciones de libros y se fue a La Habana, en años marcadores, donde se licenció en filología y se especializó en literatura hispanoamericana.

¿Búsqueda de perfección o tiempo de espera para madurar la savia poética? No lo sabemos. En la decisión de publicar una obra literaria, al margen del trabajo en solitario, concurren diversos factores que no solo literarios per se, sino también, humanos. Estrictamente humanos. Una categoría que tiene una multiplicidad de aristas. Ella es parte de la llamada generación de posguerra y es apenas una quinceañera espabilada cuando detona la guerra de abril. Dos años después, en 1967, es la única mujer en la escuadra de La Antorcha que componen cinco poetas en embrión, con apenas diecisiete años de edad. Es tiempo de inseguridades, de vaticinios, de escarceos políticos y sociales, de búsqueda, ¿por qué, no? Búsqueda de saberes, intimidades, desvelos, identidad, maduración, metas, voz propia. Y esta búsqueda, que ha de ser incesante, tensa e intensa, desembocará, veintisiete años más tarde, en Vuelo posible. Era la hora. Sus palabras habían alcanzado el crecimiento (“Mis palabras crecen duelen conjuran”) que tal vez ella requería y esperaba para saltar al ruedo. Era una mujer sola, como lo fue Aída desde otra dimensión, para escarbar en el suceso de su mismidad y templarse en el acero de su destino. Escapar hacia arriba (ver “Circense” en Vuelo posible). El libro es redondo. Parece no sobrar nada. Treinta poemas. Desatadas las amarras, su poesía se incrusta en la realidad del ser, en la interpretación de su plasma, en la cohabitación de sus ensenadas multiplicadas, donde palpita un quejido, se diluye un clamor, se sufre sed y soledad.

Los años pasan y llega Las estaciones íntimas que resulta de inmediato laureado. La poeta se instala en su coherencia. Ha dejado atrás el pasado, sin prisa y sin lástima (“No miré hacia atrás. El pasado sólo depara desengaños”). Pero, no olvida ese pasado donde hay aristas a explotar. Viene a marcar su territorio con la lengua (“No hay reparos que deshaga mi lengua/ ni espacio intocado que no explote”). En el primero, como en el segundo poemarios, hay desgarramientos, vacíos, rastros agotados, nombres que no se nombran, hechos “donde el deseo depositó su tibieza líquida” como “una medusa prensada entre tablas”. En el primero, como en el segundo poemarios, Soledad deja inscritos ya poemas memorables. No ha escurrido el bulto la poeta sesentista. Aquí está lo que tenía que decir y cómo quería decirlo.

Hace unos días vino la entrega tercera, Autobiografía en el agua. Hay puntos de contacto, interrelacionamientos, interactuaciones, interioridades repuestas, entre éste y los dos libros anteriores. Ella se reveló, rebelde, en las dos ocasiones previas, pero ahora acentuó esa revelación, como un ritual de deseo, como variable vital, vitalísima de las ansias develadas. Poema y palabra, en el filo de la navaja.

Ella regresa desde sí, hacia su Yo perenne. Ha vencido ya, quinceañera, “el deseo apostado en la esquina,/ contra las acechanzas del pensamiento y la carne”. Lo suyo es realidad tangible, aunque haya optado por olvidar algunas certezas en el camino. Es la intimidad familiar, la ciudad que siempre está viva en su memoria, el estallido revolucionario, la militancia política, los amigos idos a la fuerza, la maternidad (“fino envoltorio para el otro que te habita”), los sucesos de la vida, la estricta humanidad brotada, a veces desguarnecida, otras protegida y elevada. Los Beatles han pulsado su mundo, en la ebria efervescencia de las angustias, de los miedos y de las aventuras. Hay fertilidades, hay desbordamientos, hay “territorios híbridos” y hay búsqueda. El ser no se anda con atolondramientos inútiles. Tras la caza tiene que aparecer un destino. Entre el deseo y la carne, las vías de escape, los cuerpos en fuga hacia sus laberintos. Lo demás es, paisaje, paisaje humano, paisaje de evocaciones, paisaje de rutas, paisajes después de la batalla (“Se olvidaron las estrellas en la frente/ los muertos como se olvidan los animales de sacrificios... Alguien montó la ficción el holograma sin puertas/ hacia la memoria/ y había que salir/ encajar el golpe como el decorado/ firmar la absolución”).

De nuevo, como en los dos anteriores, hay en éste, poemas memorables, piezas de antología. Firmeza henchida en textos que viajan a caballo entre utopías vencidas y sentimientos acumulados. Sentimientos de pasión y de olvido. Un poema crucial reúne toda la gran vitalidad que brota de este poemario invicto “Fantasmagoría (1999)”. Porque cada poema, urge decirlo, tiene fecha de apertura y tal vez, también, de caducidad. (“Ciérrales la puerta a los fantasmas/ no los dejes entrar... Lo otro es pulir las aristas de lo vivo embotadas/ cerrar las puertas encender la luz que desvanece/ los espejismos/ si te amaron si algunos viven si alguno ha muerto/ Lo otro es bailar sobre la pira”). En este poema se decanta toda la euforia del pasado yerto y de la vida por vivir que el poemario enuncia y describe. Como ángel exterminador, la poeta utiliza sus recursos: manos, ojos, boca, lengua, uñas, piernas, para “salir sin mirar por la puerta del olvido”. El olvido es una categoría por sí mismo en este entramado. Olvidar para ser, olvidar para renacer, olvidar para completar la trama de la vida y del deseo que la sostiene.

La belleza de este poemario, si ha de tenerla, está en ese envoltorio de pasión, delirio y hervores. Está en la “imparable humedad fluyendo debajo de la falda”. Está en la avidez sin retrocesos. Está en el dolor de amor y en la dentellada del desamor. No la busque el lector en otros escondrijos, que ella, la poesía de Soledad Álvarez, se muestra clara, incisiva, en recuerdos embestidos con la fiereza del deseo, en ese deseo que despierta con ella, “que me viste me desviste me penetra”. La poesía salva, no tengo dudas. La poesía también ilumina. Pero, igual, la poesía –destello, vislumbre, presencia- es gozo de la razón, esplendor de espejos y retrato fiel de días duros y noches difíciles.

He dicho antes que Soledad Alvarez es excepcional. Lo es porque creyó y sigue creyendo en la poesía, y tras ella van sus huellas, trotando sin detenerse, impulsada por vientos de cola, floreciente, sin ataduras, sin miedos. Entre naufragios y resurrecciones. Pálpito de flor abierta. Autobiografiada en el agua, como manantial mágico, dejando que la brisa fluya y la memoria desenterrada sostenga su palabra hasta el infinito.

En otros tiempos este poemario andaría de boca-en-boca y de mano en mano.

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Autobiografía en el agua. Soledad Alvarez. Amigo del Hogar, 2016 / 93 pp.

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