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Todorov ha muerto

Debo a Tzvetan Todorov un mejor conocimiento del mundo actual. Creo que una de sus grandes contribuciones como historiador de las ideas fue la evaluación que hizo en los últimos años sobre la realidad política mundial y las advertencias que proclamó sobre el destino que correrían determinadas acciones hegemónicas frente a la situación de miedo y desesperanza –a la hora en que han muerto ya todas las ilusiones– que zarandea a la humanidad.

Me quedo con ese Todorov. De entre todas las ramas del pensamiento que seleccionó en su vocación de escritor (crítico, filósofo, lingüista, historiador) me quedo con el hombre de ideas que dedicó gran parte de su tiempo como pensador a enseñarnos las coordenadas del declive político universal y la necesidad de que nos esforzemos en promover la igualdad, la tolerancia, la justicia y la necesaria integración de todos los pueblos.

No lo leí cuando su fama comenzó a emerger entre los años sesenta y setenta. Para entonces, hablar de Todorov era casi imprescindible. Era el nuevo gurú del pensamiento literario, y el estructuralismo y la teoría del símbolo tomaban las calles del análisis con expresivo interés. Nadie podía sustraerse a sus ideas. Lo abordé cuando ya casi pasaba de moda y estaban en auge nuevas percepciones del oficio literario y del pensamiento filosófico. Su teoría literaria, tomando como base a los formalistas rusos; su poética de la prosa y del estructuralismo; su estudio sobre la literatura fantástica; la detallada conceptualización de los géneros del discurso; y, su inolvidable Gramática del Decamerón, constituyeron puntos luminosos –algunas veces, excesivamente destilados; en otras, nimbados por su sabiduría indomable– que marcaron una época y establecieron un juicio novedoso que, más de uno, se sentó a degustar mientras otros lo combatían. Aquí y allá.

Aunque siguió desbrozando esos caminos, a partir de los ochentas se pasó a la acera de la historia y comenzó a construir una estela de historiador de las ideas. Entonces fue cuando comenzó a interesarme de veras. Y, contrario a muchos, nunca jamás lo abandoné. Me interesó, sobre todo, el juicio mostrado sobre el valor –uso y abuso– de la memoria y el olvido, las diferentes acepciones de la moral en la valoración histórica, la cotidianidad como elemento que construye el devenir, el miedo que comenzaba a engendrarse en torno a la acción, vigente y en crecimiento, de las hordas bárbaras, y su deslumbrante y premonitoria visión sobre los muros caídos y los muros por erigirse, los enemigos íntimos de la democracia y la experiencia totalitaria. Ese fue el Todorov con el que me quedé.

Tiene en común, si cabe, con Noam Chomsky, el hecho de que se iniciaran ambos en los campos de la filosofía, el lenguaje y la historia. Y, tal vez, en que Todorov fuese un búlgaro que emigró a Europa y se preocupó por examinar todos los genocidios a partes iguales –el del holocausto y el de los gulags– y Chomsky era un judío nacido en Norteamérica que, por igual, mantuvo su oposición a cualquier empleo de la fuerza para ejercer dominio sobre los pueblos. Todorov mantuvo empero una actitud más sosegada y, en alguna medida, se ausentó de la cultura del espectáculo. Chomsky, ya con 88 años, terminó siendo anarcosindicalista y promotor de cierto socialismo macilento. En común ambos, sí, su crítica a la política imperial de Estados Unidos. Todorov en el campo de las ideas que es el lugar donde el pensador de nervio debe siempre mantenerse. Chomsky, norteamericano de padres hebreos, es un contumaz adversario de la política estadounidense. Todorov, una mixtura de europeo del este con la europa clásica, concedía valores a la sociedad y a la democracia norteamericana, sin dejar de censurar no pocas de las decisiones de sus dirigentes. Elogiaba a Estados Unidos por ser “un gran país desde su fundación” y formalizó una división en tres etapas sobre el lugar excepcional que ocupa esa nación entre las grandes potencias. La primera, cuando en la Segunda Guerra Mundial rebasó a las antiguas potencias occidentales (Alemania, Francia, Gran Bretaña). La segunda, cuando al momento en que se disloca y desaparece la Unión Soviética, se queda sin adversario. Y la tercera, cuando tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos descubre su vulnerabilidad y entra en un nuevo capítulo de su estrategia militar con la denominada “guerra preventiva”, que era sin dudas una “verdadera innovación en la sociedad internacional moderna”.

Todorov dedicó mucho espacio al análisis de esta nueva etapa de la política norteamericana, partiendo de la justa premisa de que “la política no se confunde con la moral, y tiene que ser juzgada a partir de sus propios criterios”. Y en ese sentido, este gran pensador va a cuestionar la guerra contra Iraq, el intento errado de establecer una democracia a la norteamericana en países que carecían de “los otros ingredientes de una sociedad liberal” y la demoledora realidad de si es válido sacrificar tantas vidas humanas para justificar una estrategia de defensa preventiva. Por eso, ni la guerra en Iraq ni la presencia estadounidense en Afganistán, para quedarnos solo en esos dos ejemplos, han podido garantizar una victoria sobre el terrorismo ni un reforzamiento de la seguridad nacional norteamericana. Todorov hizo vaticinios que muestran una validez incuestionable en estos días que corren. Dice: “La guerra tradicional –bombardeos, destrucción, ocupación– no es el sistema apropiado para combatir al nuevo enemigo”, resaltando que Estados Unidos no contaba –y esto lo dijo hace ya doce años– que el progreso tecnológico estaba haciendo posible que personas aisladas tuviesen en su poder armas peligrosas, que ya no están solamente en manos de los Estados formales. “Estas personas –afirmaba– consiguen esconderse sin demasiados esfuerzos escapando así a toda represalia militar”, a más de que estos mismos individuos “miran con serenidad el sacrificio de sus propias vidas; de ahí que las acciones preventivas habituales no tengan efecto sobre ellos”.

Para Todorov el terrorismo goza de buena salud, consideraba una obscenidad los muertos generados por bombardeos sin estrategia –Yemén, recientemente–, el sentimiento difuso de hostilidad que generan estas circunstancias, la merma generada en los principios democráticos internamente dentro de Estados Unidos (“¡menuda traición a su espíritu!”) a causa de establecer técnicas de interrogatorio contrarias al espíritu liberal y democrático de Norteamérica, la antipatía que está produciendo en sus aliados naturales europeos, la vigencia de la Patriot’s Act, la ley de excepción que discrimina contra franjas poblacionales de Estados Unidos que son de ascendencia musulmana, el auge de la intolerancia hacia las opiniones disidentes y “la exacerbación de las pasiones patrióticas” (eso de hacer grande a América otra vez). “El orgullo rara vez es buen consejero”, era una de sus máximas preferidas.

Todorov propugnaba por el equilibrio pluralista frente a la ambición imperialista, advertía sobre la necesidad de reconocer la diversidad humana, de ser tolerante con las costumbres y las opiniones que no compartimos, de rechazar cualquier diferencia en términos de “amigo” o “enemigo”, de bien o mal. Afirmaba que no siempre la llamada “voluntad popular” o la opinión de la mayoría, conduce al camino correcto, porque no han sido pocas las veces en que a esa mayoría le ha faltado lucidez y esa voluntad popular ha actuado contra el espíritu de la justicia.

Tzvetan Todorov ha muerto. El pasado martes anunciaron su deceso, ocurrido a los 77 años de edad. Muchas de sus apreciaciones literarias fueron olvidadas incluso por quienes manifestaron ser sus seguidores. Su rol como historiador de las ideas conforma hoy un pensamiento preventivo eficaz sobre el futuro de Norteamérica y de la propia humanidad. El rol de Estados Unidos en los momentos actuales –lo advirtió Todorov hace años– no es “intentar construir el paraíso en la tierra, sino contentarse con impedir el advenimiento del infierno”.

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