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Todos vamos a Nueva York

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Todos vamos a Nueva York

El grito de guerra llegó a los escenarios y se hizo parlamento de obras teatrales de la época. Todos se iban para Nueva York. Entre los años sesenta y setenta, todos aspiraban irse para Nueva York. Era la huída, la alternativa al ahogo, el presente que no conocía las previsiones del futuro, la disolución poblacional luego de los descalabros, las frustraciones, los desvelos truncos, la orfandad de ideales que ya comenzaban a hacer su tránsito de fuga.

Desde mucho antes había comenzado la dispersión originaria. Puerto Rico fue, tal vez, el primer puerto. Pero, fue ésa la época cuando comenzó a formarse, en todo su vigor, la condición diaspórica dominicana. Todos se iban para Nueva York. Todos tenían allá un primo, un sobrino, un hermano, una esposa que salió primero para preparar el terreno, un marido que arregló los bártulos con el sueño de regresar pronto a recoger la familia. O a pedirla.

Tiempo después fue Canadá, sobre todo como exilio político que no pocos disimularon para dar el paso. Más tarde, España, Francia, Italia, Holanda...Europa, en fin, que de entonces a hoy tenemos a los nuestros en toda la geografía universal. Y en las islitas del Caribe se instalaron mucamas, hombres de apero y labranza junto a pelanduscas y negociantes de frutas en sazón. En pueblitos lejanos de Japón se les encuentra. En Alaska, en Argentina, en Amsterdam, en comarcas italianas remotas, en Suiza, en Praga, uno los descubre con solo verles caminar o expresarse, con una breve mirada, con un simple guiño que los delata. Los nuestros pueblan ya el universo. Todos querían ir a Nueva York, pero se instalaron en Boston, en Chicago, en Filadelfia, en Connecticut, en Rhode Island, en Miami. Irrumpieron en toda la geografía norteamericana y allí están, para siempre. Se diasporaron en todos los confines de la vieja Europa y por allá se les encuentra. Todos vamos a Nueva York. Se fueron. Con ellos, nos fuimos todos un poco, a construir una nueva provincia de la patria, la de la diáspora que diseñó un nuevo horizonte para cada cual y para los suyos, y en gran medida, para el mismo país que abandonaron, pero del que, con toda seguridad, muchos no se fueron del todo.

Desde la creación, los humanos construyen la tremolina de la fuga. Hacen el trasiego de sus voluntades y de sus sueños. Moldean el éxodo de sus esperanzas, cuando las esperanzas ya no tienen cómo sustentarse en su tierra de origen. Hay decenas de razones, tal vez cientos de razones, -cada uno tiene la suya- para fraguar el tránsito hacia una tierra de promisión. Los judíos caminaron sin descanso durante siglos en su éxodo bíblico y hasta 1948 fue un conglomerado con una nación a rastras, sin espacio físico, sobreviviendo entre desplazamientos continuos, refugios, guetos, noches de cristales rotos y holocaustos. La guerra, el hambre, el racismo, los fundamentalismos religiosos, las persecuciones políticas, los extremismos ideológicos, la falta de oportunidades para ascender social y económicamente, una vida en aprietos financieros sin cambios a la vista, puertas cerradas, ventanas clausuradas, caminos suspendidos, confianzas vencidas, miedo al porvenir...muchas y variadas son las razones que originan la partida de millares de seres humanos de sus lares nativos hacia otras geografías, culturas y destinos.

Hoy, esa diáspora se ha incrementado a niveles que apenas un par de años atrás, no podíamos imaginar. Cuando ya tal vez los dominicanos completaron su ciclo diaspórico mayor –siempre se va a alguna parte a echar suertes- miles de hombres y mujeres, con sus criaturas a cuestas, están huyendo, amedrentados, de sus patrias sin esperanzas. Las estadísticas conmocionan. Alrededor de 42,500 personas están abandonando sus hogares cada día en distintos lugares del planeta para huir hacia otros países. El 53% de los refugiados provienen de tres países: Siria, Afganistán y Somalia. Pero, la gente está huyendo de Irak, de Ucrania, del Congo, de Sudán, de Eritrea, de Sri Lanka, de China, de Vietnam, de Palestina. Un 45% busca refugio en Turquía, Líbano, Jordania, Pakistán, Irán, Etiopía, que son países pobres, y desde los cuales sale también mucha gente en busca de nueva fortuna. Africa y Asia son en nuestros días los asientos mayores de refugiados, donde son acogidos los somalíes, hijos de un estado fallido.

En la Unión Europea esperan que al finalizar este año se haya dado entrada a no menos de un millón de refugiados. Los ucranianos se asilan en la Rusia de Putin y las costas de Italia y Grecia se resienten con el arribo constante de sirios, iraquíes y afganos. En marcha lenta, como Abraham en los tiempos bíblicos tras la tierra prometida, millares caminan, en medio del frío más intenso, por las carreteras de Macedonia, Serbia o Hungría buscando llegar a Alemania y al Reino Unido. No se trata de masas en mansedumbre, pelean por sus destinos, se tornan agresivas cuando les impiden avanzar. Es un éxodo de vida o muerte, contra todo designio en contrario. Nadie parece mirar hacia esa tragedia entre nosotros, pero los datos son conmovedores: 62 millones de personas se han desplazado desde sus tierras en los últimos años, fundamentalmente por motivos políticos o por las guerras, matanzas y terror sembrados en sus dominios por asuntos de etnia, de irrespeto a la condición humana o de un mal uso de la fe religiosa que sustentan sus verdugos.

Hay un dato que duele. De esos desplazados, la mayoría, el 51% son menores de 18 años. O sea, adolescentes que todavía no han comenzado a vivir su tiempo en plenitud. Un 46% está en la franja de los 18 a los 59 años, en la edad productiva más importante del ser humano. Solo un 3% tiene más de 60 años. Los viejos han de influir en los chicos y en los adultos fuertes para que busquen otras metas, para que huyan de los infiernos donde sobreviven, para que establezcan su fuga hacia un probable paraíso donde, por lo menos, se les garantice una vida de sosiego y pitanza. Huyen de estados fracasados, de la guerra en Siria, de la tromba yihadista, de las dictaduras sangrientas de Uganda; son ruandeses que escapan de la revolución hutu, hombres jóvenes que huyen de la inseguridad y el desempleo en Afganistán, kosovares, cuya patria fundaron sus dirigentes hace apenas siete años cuando la antigua provincia serbia de mayoría albanesa anunció su independencia, que en tan poco tiempo de existencia como nación autónoma ha fracasado como Estado y la migración llega hoy a niveles insólitos; son en definitiva las tragedias sin fin de hombres y mujeres con sus patrias rotas. No temen al frío que le calcina los huesos, ni al hambre temporal del largo camino, ni al mar bravo que cruzan en barcas inseguras. Solo de enero a octubre de este año, 540 mil inmigrantes llegaron a las islas griegas, trece veces más que los que arribaron el año pasado. La mayoría son sirios que huyen de su gobierno y del Estado Islámico. Antes de llegar a Grecia han recalado en Turquía por breve tiempo. Y su destino final, el que exigen cuando acampan en las paradas de trenes o a la intemperie, es Europa.

Huyen los nacionales haitianos, ya no solo hacia nuestra tierra, sino hacia otros destinos en Centroamérica, y el flujo de migrantes cubanos que se pensaba detenido, vuelve a crecer. Justo en estos días, 2,000 cubanos aguardan en la frontera norte de Costa Rica, esperando que las autoridades nicaragüenses autoricen su entrada en la capital del imperio.

Todos se iban a Nueva York en los sesenta y en los setenta y en los ochenta. Los dominicanos buscaron tierras de promisión en los estados confederados del norte y luego acamparon en el orbe europeo donde hoy transitan como Pedro por su casa. Llegaron lejos los nuestros y las remesas consolidaron nuestra economía y el sentimiento nacional creció en medio de la ausencia y el desarraigo. Muchos regresan cada año, solo por unas semanas, con sus maletas cargadas de lejanía. Los que, ahora en nuestros días, desde Kabul o Kosovo, desde Siria o Ucrania, desde Afganistán o Somalia salen en busca de un nuevo hogar, tienen también un grito de guerra que como el de los dominicanos en tiempos tal vez ya superados, avanza lo que desean todos: huir, fugarse, exiliarse, hacer el éxodo, construir su diáspora. ¿Cuántos sacerdotes los recordarán en sus homilías dominicales? ¿Cuántos pastores crearán conciencia sobre esta realidad desde sus púlpitos sabatinos? ¿Cuántos tenemos presente cada día este drama que adquiere desde hace rato tintes trágicos? Silenciarnos, ignorar las motivaciones de la migración doliente y cruel de nuestros tiempos es casi un acto de traición a esa humanidad que vio abatir la esperanza, que en el decir del novelista francés George Bernanos es “la más grande y difícil victoria del hombre sobre su alma”.

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