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Los niños y la pista

Era cerca de las 6: 00 de la tarde en el altiplano, en el mes de agosto del 2012, y la temperatura estaba fresca. En la pista, despejada, jugaban varios niños, con alegría e inocencia. Dos de ellos tiraban, con un hilo de gangorra, sendos camiones de juguete, del tamaño de un zapato mediano, cargados de supuestas cajas, y los conducían acelerando y desacelerando sus carreras.

Corrían los camiones de un lado a otro de la pista, halados por las manos infantiles. En un momento pararon. Y yo, que estaba caminando muy cerca de ellos, les pregunté, solo por saber lo que contestaban: "¿Les ha ocurrido algo a los camiones, que los veo parados? Y, el niño más pequeño contestó, con ojos de travieso y mirada limpia: "el mío se quedó sin gasolina". Y el otro niño, no menos avispado, agregó: "Y al mío se le pinchó una goma."

Eran manifestaciones espontáneas que ponían de relieve la rica imaginación propia de esa edad, pues los niños soñaban que lo que decían estaba ocurriendo en la realidad.

Me quedé hechizado por esas respuestas relampagueantes, que expresaban muy bien el grado profundo de internalización y gozo que el juego producía en esos infantes. Me quedé observándolos. Hicieron como si reparaban la goma y encontraban gasolina para los vehículos, hecho lo cual reanudaron su juego con algarabía y expresión vital.

Continué caminando y me topé con otros niños, ahora montados en bicicletas, pero haciendo una especie de círculo amplio, que servía como especie de cónclave para sus discusiones desenfadadas y para sus demostraciones repentinas de control habilidoso de sus bicicletas, pues de pronto alguno salía disparado en su burro mecánico, afincado solo en la rueda de atrás, haciendo piruetas acrobáticas en reafirmación de su dominio.

Más adelante encontré en el camino decenas de personas que se ejercitaban también. Unos pasados de grasa, que intentaban trotar, con un movimiento tan pesado que la tierra parecía crujir debajo de ellos, atormentada por el golpe seco y áspero de cada pisada sobre el asfalto ya desgastado y liviano. Otros más delgados y ligeros. Unos venían en sentido Este-Oeste; otros iban de Oeste a Este, a lo largo de la pista.

Y como era de tarde, en el lapso en que el sol todavía no ha terminado de esconderse detrás de la montaña pero empieza a jugar a las escondidas con los elevados macizos, los rayos solares estimulaban sutilmente las pupilas, con punzadas casi imperceptibles, de poca intensidad.

Ese tráfago humano que iba y venía, caminando en dirección en contra y a favor del sol, con fluir liviano, hacía traslucir una llamarada intensa de energía, una esperanza, un buen propósito, la reafirmación de un cambio de conducta en búsqueda de mejor salud.

Y en aquel asfalto liso las vibraciones positivas reverberaban, la alegría de pequeños y mayores se expresaban; y todo convergía en manifestar una disposición fresca, nueva, decidida al cambio de vida desde los excesos previos, tal vez, quién sabe, para hacer espacio para cometerlos de nuevo, como sucede con los que engordan una cuenta corriente para poder vaciarla después a plenitud y gozar de ese empeño.

Fue así como pensé en que en este altiplano tan rural se estaba gestando un cambio cultural, imperceptible para muchos, pero no tan distinto al que se percibe cuando se ven documentales en que aparece una multitud trotando y caminando en los grandes y hermosos parques llenos de árboles y vegetación de las ciudades de países desarrollados.

Entonces me asaltó la inquietud y me pregunté qué pasaría si aquella pista que atraía a pequeños, jóvenes y viejos, y absorbía su sudor, convertida ya en activo de la comunidad, dejaba de serlo porque se le comenzara a usar estrictamente para lo que fue construida.

Contemplé en ese momento la silueta de un pequeño bimotor, de color blanco y verde, estacionado desde hacía mucho tiempo en la pista del aeropuerto de Constanza, como si no quisiera moverse de allí. Esa era la única evidencia, junto a una vieja veleta de tela corroída, de que estaba caminando en un recinto aéreo.

Fue entonces que me dije a mi mismo, que si bien el aeropuerto apenas tenía uso como tal, era magnífico que la gente utilizara la pista como desahogo para ejercitar su anatomía.

Un aeropuerto para trotar, qué bueno, en lo que llegan aviones para volar.

(Por cierto, la pista se está deteriorando. Con algo de mantenimiento se evitaría gastar millones en el futuro para hacerla de nuevo).