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Amparo, para siempre en el mar Caribe

Una crónica de Marcelino Ozuna, gran amigo de Diego El Cigala y familia

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Amparo, para siempre en el mar Caribe
Amparo y el autor de esta crónica (ARCHIVO MARCELINO OZUNA)

Marcelino Ozuna

SANTO DOMINGO. Los tiempos que nos queden, muchos o pocos, lo dirán los cielos, estarán tapiados por el recuerdo de Amparo, blanca y difusa, como mariposa de junio, que disfrutaba oler a jazmín, que solía ir de faldas beige y blusas azul cían, y que fascinaba incluso hasta en el ritual simple de verla fumar alrededor de la ceremonia del café.

Uno será poblado eternamente por el aura de Amparo Vicenta Fernández Carrascosa, porque no se podía ser más bondad, ni mas verdad. No se podía ser más Amparo, la mujer de Diego El Cigala, que llevó las riendas de su arte y de su vida desde que coincidieron en un tablao madrileño, veinticinco años atrás. Fue un compromiso a primera vista. Y lo fue sin importar que ambos debían rendir cuentas cruzadas a sus historias de entonces.

“Si ganamos la gloria, lo haremos juntos. Si merecemos el infierno, iremos juntos” , se prometieron en el siguiente encuentro. Y como hizo con todas las promesas de su vida, la cumplió al pie de la letra, a jacha y machete, hasta los alientos finales.

Obvio, después llegaron las sucesivas victorias, tras la grabación de Lágrimas Negras, entre su marido y Bebo Valdez, con la producción, como saben payos y gitanos, del prodigioso Fernando Trueba. Un cuarto de siglo siendo la esposa y la manager de Diego El Cigala, toreando las dificultades de atrasos en aeropuertos, negociando milímetro a milímetro con promotores y agentes, casi siempre con hábitos de tiburones en mares abiertos. Tomando el toro por los cuernos.

La conocí de madrugada en la sala VIP del aeropuerto Las Américas, tras años febriles de contactos, palabras soeces en dos vías, conversaciones amables y capitulaciones reconstituyentes con el marido. Esa vez traía zapatos blancos de bailaora sevillana; le permitió al pelo jugar alegre en las espaldas estrechas, y yo juro que olía a cayenas, en el aire templado, como de envoltura nueva, que te sobrevive a los viajes en avión.

Amparo y el marido conectaron en Panamá, procedentes de México, en unos arreglos de última hora entre Copa Airlines y el road manager Julio Cesar Fernández; ella con una pata de la gafa Gucci metidas entre la apertura frontal de la blusa azul, relucía en aquellas horas, violentando el plástico de sus Malboro recién comprados en Dutty Free, de ciudad Panamá. Se reía a mares, a labios de par en par, compitiendo con la plata de la luna sobre la madrugada de Santo Domingo.

Me regaló la dicha de tratarme como compañero, según el código que convenimos usar en nuestras conversaciones a deshora, pasados los tiempos y los desafíos. Regamos una amistad que nunca dejó de florecer. Ni siquiera en los boches recíprocos en medio de los conciertos extenuantes del marido, ni en las ordenes retintas de los humores malos de los aeropuertos, ni en las llamadas sin horas para saber si acompañaba a Diego en esas farras demenciales que duraban hasta el nacimiento del sol. Nunca, ni en las peores predicciones de ambos, fue opción pensar que dejaríamos secar el árbol que decidimos plantar bebiendo Corona y Presidente duras, mirando el humo de sus cigarros, hablando de sus planes o encarando los retos del día.

A las mujeres de los amigos jamás se visitan o se contactan a sus espaldas. Pero las mujeres de los hermanos devienen en cuñadas. Y Amparo inspiró tanto respeto, y su estrella brilló tanto, y ella quiso ser tan limpia y tan clara, que te veías tratando a la hermana. Nunca te planteaste verla en un terreno diferente al sacerdocio que inauguraron desde la vez primera.

Decidimos ser un puente de dos vías: cuando, por hache o por erre, me iba de guerra con el marido, ella se hacía la abogada para zanjar los enconos. Y si era cosa de que ambos se encabritaban y se prometían, con determinación musulmana, que jamás se dirigirían la palabra, ahí estaba uno, apagando incendios, explorando caminos para el alto al fuego.

Ella nació en febrero, como nacen las personas arrastradas por lo alto, lo excelso y lo bello. El padre, Manuel Fernández Ballester, piloto de las Fuerzas Aéreas españolas, vecino de Málaga, le entrego el corazón a Vicenta Carrascosa Roselló, una valenciana de maneras tranquilas, según me recordaba cada vez que la atrapaba la nostalgia. Tal vez heredo la brillantez y la celeridad mental de este hombre enjuto, que ignora el paso inclemente de los años y se levanta a las seis de la mañana, trescientas sesenticinco veces al año, para cumplir, sin decir aquí me duele, con el rigor de su trabajo.

Se había matriculado en la Complutense para laurearse de abogada, pero los astros quisieron que descollara al frente de una de las carreras más prolíficas en el terreno musical del siglo veinte español, la de su marido Diego El Cigala.

Amparo debió mirar los confines de la tierra al menos en cuatro ocasiones, tras pactos y acuerdos negociados por ella, en los que salió siempre invicta de la jauría de empresarios y promotores. Japón, Australia, Los Ángeles, Noruega, Rusia, Turquía, La India, Marruecos, Argentina, no hay rincón del planeta al que dejase de llevar a Diego El Cigala, a una media de 18 meses en promedio, para que los públicos deseasen volver a oírlo.

Siempre que aterriza, en caso de que uno se quedara en tierra, es previsible un mensaje de Wathsapp tipo “Ya en Estambul, compañero”. Siempre que llega al aeropuerto de Punta Cana, a cinco minutos de la casa, invariablemente llega ese libro , o esa corbata de regalo. Hicimos un pacto que jamás redactamos en cuya virtud, cuando nos visitamos, tomamos por asalto sendas bibliotecas, con el derecho a saqueo incluido.

Yo le robé una edición de Ficciones de Borges, con un prólogo rarísimo de José Luis Rodríguez Zapatero, me apoderé de El Libro de los Cambios, de Helena Jacoby de Hoffmann (porque nadie ha leído mas filosofía oriental que ella) y solo paré mis instintos delictuosos, cuando vi la caligrafía intimidante de Gabriel García Márquez en una edición de El amor en los tiempos del cólera. “Para Amparo, la flor más bella”, le escribió el maestro, abajo de un girasol que le dibujó a lapicero azul.

He decidido, asimismo, apoderarme de su voz de cigua palmera, de su olor a gengibre, sándalo y mirra y de su paso alegre, para atesorarlo mientras me queden alientos. Quiero guardar su sentido del compromiso, como si dijera, con ella “Compañero, su pago será el día quince”, y llegar con los ojos cerrados al banco, en la certeza de que ese ingreso estaría ahí.

Me quedo con el corazón imbatible de Amparo.

Cierta vez, en el aeropuerto de Punta Cana, los hijos se deshojaron en llantos porque viajaba a Miami para restablecer la salud difusa, y en lugar de conciliar con la tristeza, les secó las caras a los vástagos sin consuelo. Otra vez, en las mismas condiciones de fragilidad, desafió el parecer de los médicos norteamericanos y tomó un vuelo a la isla para no perderse la graduación de Diego, su penúltimo hijo.

Entre los músicos del marido es leyenda la cachetada, sonora y despiadada, que le asestó a un pianista, habituado a llegar a los conciertos cuando el publico salía ya de los teatros. Nunca la olvidaremos, no obstante, rendida y sumisa, como diciendo: “mirenlo, yo tambien soy vulnerable a la nostalgia”, frente al hotel Movic Chico, de Bogotá, porque la banda volaba a Madrid, y ella a Punta Cana.

Se dejaba hundir en una alegría de colegiala oyendo “Voy a vivir,“ de Marc Anthony, o el mambo “Que le pasa a Lupita”, y tenia un corazón tan dispuesto para el arte y la música, que podia amanecer escribiendo su particular enfoque del próximo concierto. De hecho, era su responsabilidad seleccionar las canciones que grababa el marido, de entre centenares de propuestas de cualquier parte del planeta.

Se enamoró de Latinoamérica desde hace dos décadas. Y era capaz de hablar de su cine (que defendía con la virulencia de quien ha sido protagonista), de la música, del arte, y de la gastronomía y la gente de la región con la propiedad de una azafata.

Amparo Vicenta podía, de tú a tú, discursear del tema que eligiesen los contertulios, desde las visiones de Kant y de Herbert, hasta el teatro de Günter Grass.

Cuando llegaron al Caribe, les acompañé visitando a los líderes de cualquier espectro del país. Solo la vi impresionada por la inteligencia del profesor Leonel Fernández, el primo, como decía de chiste, y por la sencillez aplastante del pintor José Cestero. Me dijo lamentar no haber tratado al presidente Lula, porque a pesar de haberle visto en más de un aeropuerto, no se le quiso presentar nunca.

La recordaré caminando en la arena, en el mar Caribe que quiso mirar y nombrar por siempre, por los días de los días. La recordaré con la alegría exultante y con el paso ceremonioso. Me quedaré viéndola en la cocina, cuando lo permitía la agenda, haciendo las papas con chuletas en salsa de vino blanco. Brindando, como decía, por el año nuevo, y porque la inauguración de esos días confirmaba que “habíamos hecho las cosas correctas”.

Tenia unos ojos serenos, teñidos de un marrón caramelo que entregaban dulzura, hasta cuando preguntaba cuánto le falta al promotor de Quito para liquidar el ‘fee’ de Diego. Tenía las comisuras de fresas y los dientes amueblados, como los pececitos de acuario doméstico. La piel era blanca, pero no de un blanco refulgente, un blanco provenzal, mas bien, en la que prosperaba una cabellera castaña hasta el mismo ecuador del cuerpo. Si no lo dijese, todos sabrían, por la nariz de acacia, que venia de Málaga, o que al menos son de allí sus raíces. Frágil, pero con una corazón de soldado de las órdenes militares de la Edad Media.

Amparo Vicenta Fernández Carrascosa, había soñado con producir el musical Lágrimas Negras, quería que alguna vez los diarios de Latinoamérica trajesen un disco de Diego El Cigala, y anhelaba apagarse, cuando le calendario no pudiese ser estirado más, mirando el azul del mar Caribe, en Punta Cana, el “país” donde plantó los sentimientos de cuatro décadas y algo, oteando la vida.

El último deseo lo acaba de cumplir, a las dos de la madrugada del martes 18 de agosto.

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