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Tránsito
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¿A quién beneficia el tránsito caótico de las calles dominicanas?

Existen “lobbies” de sectores de la economía que se oponen abiertamente a la solución más flexible, que es la de autobuses, para dar servicio a la mayoría de la población (4 de 5)

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¿A quién beneficia el tránsito caótico de las calles dominicanas?
El caos urbano se refleja sobre la población como una extensión de su jornada laboral desperdiciando dos horas más para trasladarse hasta su hogar.

La opinión pública dominicana está de acuerdo con que el tránsito de vehículos de motor es un desorden mayúsculo que parece no tener fin. Ese planteamiento podría llevarnos a la equivocada conclusión de que todos los que en esta tierra habitan están en disposición de contribuir a solucionar este enorme problema.

Sin embargo, si alguien se dedicara a profundizar en las causas del caos predominante, descubriría que hay algunos sectores que se benefician del desorden, mientras la inmensa mayoría sufre las consecuencias de sus acciones disimuladas o encubiertas.

Institucionalidad

Evidentemente, la responsabilidad principal por el desorden recae sobre los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial del país. Constitucionalmente esos poderes del Estado están obligados a cumplir y hacer cumplir las leyes, al tiempo que deben velar por la seguridad de la ciudadanía. Pero esos poderosos organismos han hecho de la política una forma de vida muy provechosa, económicamente y en lo personal, sin mucho importarles la medida en que perjudican a la población.

La existencia de no se sabe cuántas instituciones públicas con actividades vinculadas al transporte y el tránsito no es algo casual, sino premeditado por los políticos de turno.

Muchas organizaciones sin jerarquías ni precedencias formales evitan la coordinación de políticas de transporte que beneficien a los desposeídos. Los especialistas del sector transporte saben que una de las soluciones al caos está en un transporte colectivo público, barato, puntual y cómodo. Pero los del poder político lo han intentado muy pocas veces, porque no conviene a sus planes de enriquecimiento personal y de perpetuación en el poder. Sus soluciones siempre son más costosas, más suntuosas y más inútiles, según ha demostrado su desempeño en lo que va de siglo 21.

Decisión política

En la cima del gobierno central, las políticas fundamentales han sido adoptadas para beneficio de los contratistas de obras de infraestructura que, algunas veces, son funcionarios públicos. Casos abundan para demostrar que, donde un problema de tránsito puede resolverse con un semáforo, esos genios recomiendan un túnel, un elevado, un paso a desnivel o una estructura peatonal digna de Calatrava. Antes del otorgamiento del contrato, las obras son consideradas como caídas del cielo al precio más bajo que alguien pudiera imaginarse. Siempre aparece el financiamiento que puede conseguir fondos a tasas de interés que hacen temblar al más valiente. Tan pronto ellos mismos se otorgan el contrato, los precios empiezan a dispararse hasta diez, mientras el problema del tránsito sigue agravándose no importa cuántas obras monumentales puedan construirse.

Comerciantes

¿Puede contribuir a que los tapones se eviten, aquel que vende combustibles, y sus ganancias están condicionadas a un porcentaje del valor de la venta? ¿Quiere ese comerciante que se adopten soluciones de tránsito que disminuyan el consumo de carburantes en un 25%? ¿Podrían estar interesados en mejorar la circulación y disminuir la contaminación ambiental?

Asimismo, ¿podrían estar interesados en mejorar la circulación y disminuir la contaminación ambiental los vendedores de repuestos viejos que mantienen rodando la inmensa cantidad de chatarras que atoran la ciudad?

¿Quién da cumplimiento a la ley que prohíbe la circulación de vehículos con décadas de funcionamiento y sin mecanismos de protección al conductor y a los pasajeros?

Lobbyismo

Como la práctica ha logrado demostrar, existen “lobbies” de sectores de la economía que se oponen abiertamente a la solución más flexible, que es la de autobuses, para dar servicio a la mayoría de la población. Disciplinadamente, esa comunidad de intereses privados y públicos actúa de común acuerdo, ya sean contratistas, politizados transportistas, negociantes de combustibles, importadores de repuestos de vehículos o funcionarios civiles y militares que constituyen la corte del sabotaje a la libre circulación de vehículos por las calles.

Otros victimarios

La autoridad fiscalizadora del tránsito, paradójicamente, contribuye tanto al caos como el peor de sus participantes. Sus mandos han optado por una política represiva despreciando la prevención. Esperan por la violación a las normas para entonces multar o remolcar vehículos pudiendo haber evitado la violación.

La multa prevalece mientras la ciudad se derrumba. Llegan al extremo de constituirse en control del tránsito en las intersecciones semaforizadas, mientras las luces de tránsito persisten encendidas, confundiendo a los conductores, y provocando tapones peores a los que tratan de evitar.

Victimología

Los más perjudicados por este conciliábulo son, a final de cuentas los ciudadanos, quienes necesitan soluciones para sobrevivir al desorden en las calles. El ciudadano común, víctima propiciatoria del maltrato e irrespeto de los mercaderes del transporte público no puede trasladarse en vehículos propios, es quien más sufre por el contubernio de los sectores público y privado.

Como castigo divino, el caos urbano se refleja sobre la población como una extensión de su jornada laboral. No sólo tiene el ciudadano que cumplir con ocho horas de trabajo, sino que tiene que desperdiciar dos horas adicionales para trasladarse entre su hogar y el centro laboral o de estudios. Sometidos a la tiranía de los politizados transportistas, los peatones no tienen a quién acudir para que sus derechos fundamentales sean respetados. Para colmo, muchas veces la autoridad y el empresario son, de más de una forma, aliados en el despojo al ciudadano de a pies, que constituye el 85% de la población dominicana.

Ante esta conspiración en silencio: ¿quién podrá defendernos?

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