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Vivir y morir entre las maras

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Vivir y morir entre las maras
A pesar de los altos índices de violencia en El Salvador hay quienes nunca piensan emigrar y han desarrollado estrategias mentales para no cruzar por zonas donde seguramente encontrarían la muerte. En 2011 un total de 13,600 salvadoreños fueron deportados. LA PRENSA/ AMALIA MORALES.

Mas allá de los números crudos hay gente que ha aprendido a convivir en una sociedad violenta, que se mira con desconfianza, pero que no piensa en emigrar 

II parte y Final

 

“Mientras menos sabés, más vivís”. No recuerda donde oyó la frase, pero es lo que intenta aplicar en su vida Antonio Montero, de 36 años, un taxista, que nunca ha querido largarse de su país, pese a que ejerce uno de los oficios más acosados por las maras en El Salvador. Montero, que creció en un barrio bastante organizado, con muchos simpatizantes de izquierda, era un muchacho cuando su papá se fue del país durante un tiempo, y lo dejó a él y a su hermana con su mamá.

 

Su papá enfiló para el norte durante el conflicto armado de los años ochenta. En esa época, el promedio de muertos era de 17 por día, un número cercana a los que se ha alcanzado más tarde —morían 14 diarios hasta hace poco —en plena democracia. En los años ochenta, poblados enteros se vaciaron. Suchitoto, un pueblo colonial a 50 kilómetros de San Salvador, con más de 30,000 pobladores, fue uno de los que quedó reducido a un caserío fantasma. Ahora es uno de los que más rápido se ha recuperado.

Maras viven de remesas

Antonio Montero, taxista, es de los que creen que muchos pandilleros comienzan “renteando” (extorsionando), pero luego, poco a poco se meten ellos también a los negocios. “Hay pandilleros empresarios”, dice.

Montero cree que el problema de las maras se acabará el día que dejan de llegar las remesas al país. “Aquí hay mucha gente que en lugar de cortar caña, se echan en sus casas a esperar a que lleguen los 300 dólares a la semana y no quieren hacer nada”.

Las remesas, que significan más de dos mil millones de dólares al año, son el principal soporte de la economía salvadoreña que en la última década ha sido más pujante que la nicaragüense y la hondureña.

Del envío de dinero viven miles de salvadoreños. “Casi todos los mareros”, se atreve a afirmar Montero, cuya tesis no está alejada de lo que promueven otras voces como la del padre Antonio Rodríguez, director del Servicio Social Pasionista, una organización religiosa con varias sedes en Mejicanos.

Rodríguez fue llamado hace dos años por la prensa salvadoreña como el vocero de las maras, cuando leyó públicamente un comunicado que le enviaron las pandillas.

El sacerdote, de origen español, pero nacionalizado salvadoreño, dice que la violencia es un asunto de exclusión social, de falta de oportunidades para miles de jóvenes que no tienen otra opción más que entrar a la pandilla. Rodríguez habla de una “paz mafiosa” cuando se refiere a la tregua entre pandillas.



Cree que la tregua va a funcionar porque las maras están interesadas en que dure pero piensa que hay sectores poderosos en el país que ganan mucho más con mantener este conflicto que el año pasado mató a más de cuatro mil personas.

 

Lo mismo pasó con algunos barrios en la capital. Montero recuerda que eso pasó donde vivía él, en una colonia que está perdida en el municipio de Mejicanos, en San Salvador. Se fueron por miedo a los escuadrones de la muerte, y al Ejército, como huyen hoy de las amenazas de la mara. En ese entonces, su papá, un ingeniero agrónomo, se largó con siete hermanos. Todos, menos su papá se quedaron en Estados Unidos. “Él se vino. Cree que ese fue un tiempo perdido en su vida”, dice Montero, papá de dos niñas, quien cree que ahora viven una nueva guerra que no han podido frenar ni los gobiernos derechistas de Arena, ni el actual de izquierda que preside Mauricio Funes.

 

“Esto ha sido tan violento que ha habido muertos hasta por un parqueo”, recuerda este hombre, que ahora vive en otra colonia de Mejicanos, adonde se llega después de atravesar gran parte del centro de la capital. Mejicanos queda al oriente. Allí es donde viven los pobres, y en el poniente los más ricos, describe Montero, y sitúa en el poniente a colonias como Escalón, San Benito, Santa Elena, Merliot, sectores donde abundan los guardas de seguridad que superan con creces a la policía (más de 100,000 contra 22,000 policías). Son barrios que no pasan inadvertidos por sus jardines amurallados y sus casonas de arquitectura de los setentas. David Munguía Payés, ministro de Justicia y Seguridad Pública, asegura que en esos sectores no hay presencia de las pandillas porque ellas son territoriales y se instalan en sitos donde viven.

 

 


No se puede decir lo mismo de poblados como Soyapango, San Miguel o del cerro Apopa, este último en las afueras de la capital, de donde baja gente todos los días a denunciar la desaparición de algún pariente. En Mejicanos, por las pintas con las siglas distintivas de una y otra pandilla, se sabía en territorio de quién se estaba pisando y por tanto a quién habría que pagarle renta. “Las rentas pueden ser de centavos, pero algo te sacan, lo que sea”, dice Montero. Ahora las placas han desaparecido, pero los vecinos saben de todas maneras en el territorio de qué mara caminan.

 

 En los postes de luz y en las rejas de las casas de Mejicanos es común hallarse con el letrero que dice “se vende casa”. Montero dice que mucha gente se sigue yendo. Algunos vecinos se desesperaron más por irse después de la quema de un bus de transporte colectivo que venía del centro de la capital y en el que viajaban 15 pasajeros. Este hecho ocurrió en el año que el gobierno de Mauricio Funes aprobó la ley antimaras. Días antes y después del siniestro, en la zona mataron a pandillas de la M-18.

 

 

DESAPARECIDOS

Desde que se supo de la tregua entre pandillas, a mediados de marzo, se ha producido una baja en el número de asesinatos en el país, según reportan las autoridades, sin embargo, en medio de esa tendencia a la baja, también ha habido un incremento de las desapariciones. Algunos creen que las pandillas siguen matando, pero desaparecen los cuerpos, como pasó con Alison Renderos, la colegiala de 15 años, que desapareció a comienzos de mayo y cuyo cadáver desmembrado se halló 21 días después.

Según el informe de mayo de Medicina Legal, el número de desaparecidos iba por 876 en todo el país y solo 704 en la zona metropolitana, 68 más de los desaparecidos que se reportaron en todo el año anterior.

Munguía Payés dice que los datos de desapariciones del Instituto de Medicina Legal no son un referente porque ellos reciben las denuncias de desaparecidos, pero no las investigan, que eso lo hace la policía. "El dato depurado lo tiene la Policía", dice el ministro y asegura que hasta mayo de este año fueron 406 los desaparecidos, de los cuales 179 aparecieron, y del restante, un 33 por ciento no se puede constatar que ocurre con ellos.

Karina Cuadra, divulgadora del Instituto de Medicina Legal, dice que en los últimos meses ha llegado más gente a las puertas de esa institución a denunciar desapariciones de familiares. En uno de los pabellones de esa institución hay dos vidrieras donde se quitan y ponen casi diario, fotos de gente que salió y no volvió a sus casas.

La mayoría son mujeres. El informe más reciente de la institución arroja que entre enero y abril fueron asesinadas 188 mujeres. En una de las galerías de desaparecidos, dos de las desaparecidas son las hermanas Mónica y Katherine Rodríguez, pero también hay una fotografía de Celia María de León y otra de Sara Guzmán que iba de jeans y blusa azul y zapatos de plataforma. Ambas son del valle Sol de Apopá, una zona marginal en las afueras de la capital.

Antonio Montero ha trazado un mapa mental con los puntos más inseguros de la ciudad, a los que procura no ir, y Apopá es uno de ellos. Dice que prefiere no ganar dinero antes de que lo maten. 

Maras viven de remesas

Antonio Montero, taxista, es de los que creen que muchos pandilleros comienzan "renteando" (extorsionando), pero luego, poco a poco se meten ellos también a los negocios. "Hay pandilleros empresarios", dice.

Montero cree que el problema de las maras se acabará el día que dejan de llegar las remesas al país. "Aquí hay mucha gente que en lugar de cortar caña, se echan en sus casas a esperar a que lleguen los 300 dólares a la semana y no quieren hacer nada".

Las remesas, que significan más de dos mil millones de dólares al año, son el principal soporte de la economía salvadoreña que en la última década ha sido más pujante que la nicaragüense y la hondureña.

Del envío de dinero viven miles de salvadoreños. "Casi todos los mareros", se atreve a afirmar Montero, cuya tesis no está alejada de lo que promueven otras voces como la del padre Antonio Rodríguez, director del Servicio Social Pasionista, una organización religiosa con varias sedes en Mejicanos.

Rodríguez fue llamado hace dos años por la prensa salvadoreña como el vocero de las maras, cuando leyó públicamente un comunicado que le enviaron las pandillas.

El sacerdote, de origen español, pero nacionalizado salvadoreño, dice que la violencia es un asunto de exclusión social, de falta de oportunidades para miles de jóvenes que no tienen otra opción más que entrar a la pandilla. Rodríguez habla de una "paz mafiosa" cuando se refiere a la tregua entre pandillas.

Cree que la tregua va a funcionar porque las maras están interesadas en que dure pero piensa que hay sectores poderosos en el país que ganan mucho más con mantener este conflicto que el año pasado mató a más de cuatro mil personas.

 

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