Imprevisible o incoherente

Los especialistas en las teorías de los juegos han dedicado ríos de tinta, y de bits informáticos, al estudio de las estrategias de las empresas en situaciones de competencia imperfecta, en las que coexisten unos pocos productores o compradores. Es asombrosa la complejidad que esas simulaciones matemáticas pueden llegar a tener, con múltiples vertientes y resultados. En esos modelos, el conocimiento del adversario supone una ventaja crítica, pues hace posible anticipar reacciones y preparar contramedidas. Vale mucho, por ejemplo, estar al tanto de la tolerancia al riesgo que los oponentes tienen, la cuantía y disponibilidad de sus recursos, su agilidad para tomar decisiones, su cultura corporativa o los apoyos externos que puedan recabar.

En la medida en que una firma pueda reducir el grado de certeza que los otros tienen acerca de su comportamiento, estará ampliando el abanico de posibilidades y elevando la probabilidad de error de las conclusiones a las que ellos lleguen. Estará, de ese modo, haciéndose más impredecible, obligando a sus rivales a ponderar con mayor cautela y menor confianza sus propias actuaciones.

Lo que es válido en el terreno empresarial se aplica también, con algunas modificaciones, a los tratos entre naciones. De hecho, varios dirigentes políticos parecen haber hecho de su carácter imprevisible un poderoso instrumento de negociación. Lo hace el líder de Corea del Norte, el presidente de Filipinas y el primer ministro griego. Y lo hace también el actual presidente de los EE.UU.

Pero para que esa sea una técnica efectiva, hay que evitar cruzar la frontera entre ser imprevisible y ser incoherente, y la distinción entre ambos puede ser difusa. Lo primero involucra crear incertidumbre entre adversarios en cuanto a las respuestas ante situaciones novedosas. Lo segundo involucra perder la confianza de aliados al dar respuestas opuestas en escenarios similares.

Gustavo Volmar