Ordenamiento territorial
En un mundo ideal, cada cosa estaría en el sitio que le corresponde. Las fincas y granjas, por ejemplo, ocuparían los terrenos más propicios para la agropecuaria, mientras los pueblos y ciudades estarían en zonas menos adecuadas para ese propósito. De ese modo, las calles, viviendas, tiendas, oficinas y fábricas no le sustraerían espacio a las actividades generadoras de bienes alimenticios.
Que el mundo no se ajusta a esos esquemas racionales, lo sabemos por experiencia. En lo que a la agricultura y la urbanización concierne, el dilema radica en que ambas procuran conseguir condiciones similares, entre ellas tener fuentes de agua y vías naturales de acceso. Es tan improbable que plantaciones se desarrollen espontáneamente en medio de un desierto o en las alturas de una cordillera rocosa, como que los asentamientos humanos se establezcan en esos lugares. Y si ambos quieren lo mismo, es de esperar que la expansión de uno ocurra a expensas del otro.
La dirección del proceso es clara. Rara vez es la agricultura la que quita tierras a las zonas urbanas. Lo opuesto es la regla, porque la expansión de dichas zonas anda de la mano con el crecimiento de la población. Si décadas atrás aquí habitaban dos millones de personas, y ahora tenemos once, en algún sitio hemos colocado los nueve adicionales. Eso no sería mayor problema si tuviéramos tierras de más, lo que lamentablemente no es cierto.
Cuando se habla de ordenamiento urbano, frecuentemente se piensa en términos de uso del suelo en función de la ubicación de comercios, casas, talleres, colegios y demás actividades, a lo que se añaden rutas de transporte, áreas verdes, espacios públicos, densidad poblacional y otros elementos. Se piensa menos, sin embargo, en cómo evitar que la urbanización se sume a la erosión y contaminación como factor de pérdida de áreas agrícolas.
Esperamos que el proyecto de ley de ordenamiento territorial conocido por el Congreso pueda mejorar la situación.