Torre siniestra
En estos días de Semana Santa, en los que el espíritu cristiano debe prevalecer sobre los apegos materiales, luce propicio recordar una leyenda aleccionadora acerca del egoísmo y sus consecuencias. Estaba por finalizar el primer milenio después del nacimiento de Cristo cuando un período de malas cosechas azotó el continente europeo. Las existencias de alimentos fueron descendiendo, creando un progresivo desabastecimiento. Semillas almacenadas tuvieron que ser consumidas, agravando las perspectivas para los años subsiguientes.
En esas circunstancias apremiantes, el obispo de Maguncia, en la actual Alemania, bajo cuya autoridad se encontraba la pequeña ciudad de Bingen, rehusó dejar de cobrar, o reducir, el monto de los tributos que sus súbditos debían pagarle. Y procedió a acumular granos para su propio y exclusivo beneficio. No hicieron mella en su injusta decisión las peticiones ni los sufrimientos de la población.
Bingen es hoy en día una pintoresca comunidad situada en la orilla sur del río Rin. Frente a ella, en un islote en el río, está ubicada una torre fortificada, originalmente utilizada para fines de defensa y, probablemente, con propósitos económicos, como punto estratégico para cobrar peajes a las embarcaciones comerciales que navegaban a lo largo de esa vía fluvial.
Dice una de las versiones de la leyenda que el obispo empleó la torre para guardar su vasto acopio de granos, pero observó consternado cómo una horda de ratas hambrientas, atraídas por el olor de la comida, se abalanzaba sobre la torre, trepando unas sobre otras para cruzar el agua hasta el islote.
El obispo buscó la ayuda de sus súbditos para detener el avance de las ratas, pero la gente había emigrado o fallecido por causa de la falta de alimentos. Sin ayuda, el obispo fue devorado junto con su grano.
La lección es que no hay felicidad si esta no es compartida, y que nuestras condiciones de vida dependen de las condiciones en las que viven quienes nos rodean.