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Perdedores económicos se rebelan contra las élites

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Perdedores económicos se rebelan contra las élites
Hay quienes se dejan seducir por los cantos de sirena de los políticos. (FOTO: SHUTTERSTOCK)

Los perdedores también tienen derecho al voto. Eso es lo que significa la democracia, y con todo el derecho. Si se sienten lo suficientemente engañados y humillados, votarán por el candidato a la nominación presidencial del Partido Republicano en EEUU, Donald Trump; por Marine Le Pen del Frente Nacional en Francia; o por Nigel Farage del Partido de la Independencia del Reino Unido. Hay quienes se dejan seducir — en particular los de la clase obrera — por los cantos de sirena de los políticos que combinan el nativismo de la extrema derecha, el estatismo de la extrema izquierda y el autoritarismo de ambas.

Por encima de todo, los perdedores se oponen a las élites que dominan la vida económica y cultural de sus países: a los reunidos la semana pasada en Davos para el Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés). Las consecuencias potenciales son aterradoras. Las élites tienen que preparar respuestas inteligentes. Pero puede que ya sea demasiado tarde para hacerlo.

Los proyectos de la élite derechista se han centrado durante mucho tiempo en las bajas tasas marginales de impuestos; en la inmigración liberal; en la globalización; en la reducción de los costosos “programas de ayuda social”; en los mercados laborales desregulados; y en la maximización del valor para los accionistas. Por su parte, los proyectos de la élite izquierdista se han centrado en la inmigración liberal (de nuevo); en el multiculturalismo; en el laicismo; en la diversidad; en la libertad para elegir el aborto; y en la igualdad de raza y de género. Los libertarios adoptan las causas de las élites de ambos lados; es por eso que constituyen una pequeña minoría.

Durante el proceso, las élites se han desprendido de las lealtades y de las preocupaciones nacionales, formando en su lugar una súper-élite global. No es difícil comprender por qué las personas comunes — en particular los hombres nacidos en los determinados países — se sienten alienadas. Estas personas son perdedoras, al menos relativamente; no se benefician de las ganancias de manera igualitaria. Se sienten usadas y abusadas. Después de la crisis financiera y de la lenta recuperación en el nivel de vida, consideran que las élites son incompetentes y depredadoras. La sorpresa no es que muchas estén enojadas, sino más bien que muchas no lo estén.

Branko Milanovic, ex funcionario del Banco Mundial, ha demostrado que sólo dos partes de la distribución del ingreso mundial recibieron aumentos prácticamente inexistentes en los ingresos reales entre 1988 y 2008: los cinco percentiles más pobres y los que estaban entre el percentil 75 y el percentil 90. El último incluye la mayor parte de la población de los países de altos ingresos.

Del mismo modo, un estudio realizado por el Economic Policy Institute (EPI) en Washington demuestra que la compensación de los trabajadores comunes se ha quedado muy por detrás del aumento de productividad desde mediados de la década de 1970. Las explicaciones son una mezcla compleja de factores: la innovación tecnológica, el comercio liberal, los cambios en la gobernanza corporativa y la liberalización financiera. Pero el hecho es incuestionable. En EEUU — pero, en menor medida, también en otros países de altos ingresos — los frutos del crecimiento se concentran en la parte superior de la población.

Por último, la proporción de inmigrantes en las poblaciones ha aumentado considerablemente. Es difícil argumentar que esto ha traído grandes beneficios económicos, sociales y culturales a la mayor parte de la población. Pero indudablemente ha beneficiado a los más pudientes, incluyendo a las empresas.

La respetable izquierda ha ido perdiendo cada vez más el respaldo de las clases trabajadoras del país, a pesar de que apoya las prestaciones sociales que pudieran considerarse extremadamente valiosas para ellas. Esto parece ser particularmente cierto en EEUU, en donde los factores raciales y culturales han sido particularmente importantes.

La “estrategia sureña” del ex presidente republicano estadounidense Richard Nixon — destinada a atraer el apoyo de las personas de raza blanca en el sur — ha generado resultados políticos. Pero la estrategia central de la élite de su partido — la explotación de la ira de la clase media (especialmente de los hombres) en relación con asuntos de raza, de género y de cambio cultural — está produciendo resultados indeseables. El enfoque en la reducción de impuestos y en la desregulación ofrece poco consuelo a la gran mayoría de la base del partido.

Los ideólogos republicanos se quejan de que el Sr. Trump no es un verdadero conservador. Ése es precisamente el punto. Él es un populista. Al igual que los otros candidatos principales, propone recortes de impuestos inasequibles. De hecho, la noción de que los republicanos se oponen a los déficits fiscales parece absurda. Pero, esencialmente, el Sr. Trump es un proteccionista en asuntos comerciales y es hostil a la inmigración. Estas posiciones atraen a sus seguidores, ya que ellos entienden que tienen una valiosa posesión: su ciudadanía. Y ellos no quieren compartirla con innumerables forasteros. Lo mismo sucede con los partidarios de la Sra. Le Pen o el Sr. Farage.

Los populistas nativistas no deben ganar. Ya conocemos esa historia y sabemos cuán mal termina. En el caso de EEUU, el resultado tendría graves implicaciones a nivel mundial. EEUU fue el fundador de nuestro orden liberal global y sigue siendo su garante. El mundo desesperadamente necesita un liderazgo estadounidense bien informado. Y el Sr. Trump no puede proporcionarlo. Los resultados pudieran ser catastróficos.

Sin embargo, incluso si se evita tal resultado este año, las élites ya han sido advertidas. Los de la derecha asumen grandes riesgos al cultivar la rabia popular como una manera de asegurar la reducción de impuestos, el aumento de la inmigración y regulaciones más débiles. Las élites de la izquierda también están asumiendo riesgos si se les considera partícipes en el sacrificio de los intereses y valores de una gran cantidad de ciudadanos con dificultades financieras ante el relativismo cultural y el laxo control de las fronteras.

Los países occidentales son democracias. Estos Estados todavía proporcionan los fundamentos jurídicos e institucionales del orden económico mundial. Si las élites occidentales menosprecian las preocupaciones de las mayorías, éstas retirarán su aprobación de los proyectos de la élite. En EEUU, las élites derechistas, después de haber sembrado viento, están cosechando un torbellino. Pero esto ha ocurrido sólo porque las élites izquierdistas han perdido la lealtad de grandes porciones de la clase media del país.

No menos importante es el hecho de que la democracia significa un gobierno de todos los ciudadanos. Si no se protegen los derechos de residencia, y todavía más los de ciudadanía, este peligroso resentimiento crecerá. De hecho, esto ya ha ocurrido en demasiados lugares.

(c) 2016 The Financial Times Ltd. All rights reserved

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