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Independencia parcial

En nuestro país se menciona con frecuencia la independencia alimentaria como un objetivo clave de la política agropecuaria del gobierno. Se busca conseguir que los renglones básicos de la dieta nacional sean producidos aquí, como es el caso del arroz, los plátanos, los huevos, la leche y la carne de pollo, a fin de evitar tener que depender de suministros procedentes del extranjero. De ese modo se reducen riesgos que pueden surgir de variaciones en los volúmenes producidos en los países suplidores, de oscilaciones en la relación de cambio entre nuestra moneda y las de ellos, de cuarentenas por causa de plagas, de retrasos o desajustes en los medios de transporte, y de otros factores adversos fuera de nuestro control.

Problemas domésticos siempre pueden afectar la producción y las existencias locales, pero al menos están dentro del ámbito de actuación de nuestras autoridades, lo que no sucede con las contingencias que pudieran ocurrir en el extranjero. Y como todo objetivo de política económica, la independencia alimentaria es susceptible de involucrar costos que es preciso asumir. En nuestro caso ese costo se manifiesta en forma de gastos públicos en apoyo a ciertos renglones, así como vía precios de venta superiores a los que una libre importación permitiría.

Dadas las interrelaciones entre las economías a nivel de estructuras y procesos de producción, sin embargo, una independencia real, alimentaria o de otra índole, es muy difícil de alcanzar por países pequeños como el nuestro. En cuanto a la producción agropecuaria podríamos ser autosuficientes respecto del bien final que llega al consumidor, pero a lo largo de la cadena de producción podemos ser dependientes del extranjero en fertilizantes, plaguicidas, materias primas, tractores, combustible y otros insumos. Eso significa que existe una limitación a la independencia en términos prácticos, cuya incidencia aumentaría con el tiempo de duración de una crisis.