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Abuelita

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Abuelita

Este amanecer, mientras pongo la greca, recuerdo a mi abuela. Imposible olvidar su rito cuando sacaba su colador de madera con su media y calculaba el polvo de café para que éste fuera o más fuerte o más suave, dependiendo de quienes iban a saborearlo. Se colaba café varias veces durante el día y a todo el que llegaba era lo primero que se brindaba. Siento que una sonrisa se me dibuja en el rostro mientras pienso en ella y esa infancia repleta de anécdotas entrañables. El recuerdo de esa abuelita siempre me esboza el más bello sentimiento en mi corazón a pesar de su ausencia. Muchas veces he escrito de ella, cómo olvidar sus panqueques exquisitos que se desbarataban en la boca, cómo olvidar su famoso arroz con pollo de los domingos, su mesa siempre puesta para todo aquel que llegara. Su baño a media mañana y su olor a jabón permanente. Abuelita tenía su mecedora y desde allí nos manejaba a todos, hijos, nietos y hasta vecinos, y balanceándose triqui tra triqui tra rezaba su rosario interminable, y nos predicaba su permanente alegría.

–¿Te duele la pierna? –le pregunté un día viéndola cojear.

–A esta edad duele todo, pero no le hago caso –me contestó riéndose.

Ella, desde que cumplió los 70, comenzó a despedirse y todos le creímos. Cada cumpleaños era el último, cada Navidad también, hasta que descubrimos que era un truco para mantenernos cerca. Ella se fue cuando quiso y rozaba los 95, se fue tranquila, sonriendo, despidiéndose de todos, agradeciéndole a la vida la familia que había procreado y solo en una cosa insistía constantemente:

–Tienen que mantenerse unidos. Cuando yo no esté sigan cerca, apóyense unos a otros, esta es una sola familia y que ni la distancia ni el tiempo sean excusas para separarse.

La greca me despierta de mi nostalgia. Me sirvo una taza generosa, miro por la ventana y veo en mi imaginación la mata de almendras donde muchas veces con Chepe, mi hermano primo, partía los frutos y los guardábamos para venderlos a los tíos. Chepe me engañaba y se comía discretamente algunas semillas y me decía que las almendras suyas no tenían, y yo le creía.

La Félix Mariano Lluberes, donde vivíamos, era una calle tranquila, dormíamos con las puertas abiertas y por el patio nos comunicábamos con nuestros vecinos. Los sábados caminábamos a bañarnos a la playa de Güibia escondidos pues nos lo tenían prohibido, luego nos secábamos al sol, pero el olor a mar nos traicionaba y el pescozón venía seguro. Ya sabíamos el precio de esos baños y no nos importaba, y cada vez nos arriesgábamos más. Lo que más nos dolía era que nos prohibieran ir al cine Élite las mañanas del domingo y a la tanda vermouth donde nos encontrábamos con todos los amigos del colegio y del barrio. La ciudad en ese entonces era muy pequeña y todos nos conocíamos.

Termino mi café. Por la ventana no veo más que altos edificios y se escuchan ya a esta hora los ruidos de carros que, apresurados y con cierta ferocidad, atraviesan la calle en que vivo. Desde mi piso quinto veo despertar la ciudad que ya no es la misma. Tengo ya la edad de abuelita y he comenzado a decir que me queda poco, ojalá tenga su suerte.

Ilustración: Ramón L. Sandoval

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Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.