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Entre varillas y cemento

La ciudad ha tenido prisa en crecer, brotan torres por doquier, aparecen como de la nada, cada vez más y más altas, más desafiantes al cielo, más solitarias

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Entre varillas y cemento
Al lado del apartamento donde vivo comenzó a levantarse una de esas edificaciones. (ILUSTRACIÓN: LUIGGY MORALES)

La ciudad me ha quedado grande. Cuando niño disfrutaba mi ciudad pequeña, que podía atravesar fácilmente en bicicleta, no había grandes edificios y todo el mundo se conocía. Era el hijo de Danilo y Cecilia, estudiaba en La Salle y no recuerdo si éramos muchos o pocos en el colegio, pero creo que los identificaba a todos cuando me los encontraba en el cine o cualquier lugar público.

La ciudad ha tenido prisa en crecer, brotan torres por doquier, aparecen como de la nada, cada vez más y más altas, más desafiantes al cielo, más solitarias.

Vivo en un barrio más o menos tranquilo, sentarme en mi balconcito es exponerme a todo tipo de sonidos, camiones, motores apresurados o vendedores que no tienen el mayor reparo en vender en alta voz sus mercancías: “compro televisores viejos, radios, estufas, lo que sea viejo” –pasa un vendedor ambulante con anuncio grabado en su guagüita destartalada-.

Sorprendente cómo van destruyendo casas y levantando rascacielos, “es que ya dejamos de ser una aldea y nos convertimos en gran ciudad”, me dijo un urbanista respetable. Que pena, pensé, con este crecimiento se han terminado muchas cosas que aprecio, las distancias se han hecho más complicadas, la prisa se ha adueñado de nuestros comportamientos, las familias se han dispersado, un rosario de lamentaciones.

Al lado del apartamento donde vivo comenzó a levantarse una de esas edificaciones. Vi el letrero en la verja, un impresionante edificio de viviendas, 96 apartamentos, diseño de lujo. Comenzaron las excavaciones, camiones descargan materiales, excavadoras, grúas, toda la parafernalia de una gran construcción. Obreros desde las seis de la mañana invaden como hormigas el nuevo espacio. Desde la ventana de mi habitación los observo, algunos más temprano que otros y poco a poco las varillas, el cemento, las maderas y un tun tun tun que nunca acaba.

Estoy en mi cama, por la ventana se cuela una oración. Al principio pensé estaba soñando pero según me fui despertando la invocación se hacía más fuerte y convincente. “Dios que todo lo sabe y lo ve... dice la palabra, que todo aquel que use su nombre en vano... luego estamos recibiendo demostraciones de que Él nos está hablando... ha llegado el momento de convertirte, no des la espalda a este llamado del Señor”.

No pude más y de un brinco me asomé a la ventana buscando esa voz tan convencida, tan apasionada que a las 6:38 a.m. predica una nueva vida y una esperanza luminosa.

Agudicé mi mirada, rodeado de varillas y cemento, de cajas, un hombre pobremente vestido, Biblia en mano predica el evangelio del día rodeado de un grupo de obreros compañeros, algunos con sus gorras en las manos, la palabra de su Dios.

Estaba absorto, apenas podía escuchar bien lo que decía, pero por devoción de quienes lo rodeaban, algunos cabizbajos en oración, pude medir la intensidad de sus palabras. Dios entre varillas y torres pensé. Cada mañana, más o menos a la misma hora, el pastor, que es uno más de quienes trabajan en la obra, levanta la voz y quienes quieren escuchar lo rodean.

Dios se las ingenia para estar en los lugares más insospechados. La torre sube, y la voz del vecino pastor cada mañana ofrece una parcela en el mismísimo cielo. Aposté a él.

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Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.