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Ciudad Colonial
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La ciudad me habla

Santo Domingo se ha disfrazado de otra ciudad. Es una pena, me gustaba como estaba antes. Se ha disfrazado, pero la vieja, que está siempre, me susurra y me recuerda momentos vividos en ella.

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La ciudad me habla (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Santo Domingo seguirá siendo mi ciudad querida. No importa los aires de urbe que pretenda cuando la camino, siento que la mía, la de siempre, me acompaña y me susurra al oído.

No puedo evitarlo, no sé si a ustedes les pasa. Atravieso una esquina y escucho las voces de algunas conversaciones que sucedieron precisamente cuando apenas había carros y se respiraba sin tanta contaminación. Aquí vendían frío-fríos y el de frambuesa era mi favorito. Escucho al vendedor ambulante vendiendo alegrías, aquella melcocha con sabor a melao que tanto me gustaba. Cuando camino por la calle El Conde imposible no escuchar la voz de Ángel, mi amigo de infancia, invitándome a jugar en su patio.

–Haremos una obra hoy –me dice.

–¿Y cuál?

–En una donde pueda morir en escena, la tengo ensayada –a mi amigo le gustaba tanto morir en escena y lo hacía bien.

El antiguo Santomé, ya desaparecido, donde las tandas corridas nos permitían ver ininterrumpidamente a Alí Babá y los cuarenta ladrones hasta el cansancio. Aunque no sabía inglés repetía cual loro los diálogos.

En la esquina Sánchez, donde nací, muchas veces escucho el chirrido del carro que casi me atropella siendo niño. Me veo en el suelo y a Renelia, mi niñera, desmayada del susto y escucho los gritos de los demás peatones gritando “está vivo, está vivo, no le ha pasado nada”.

En la calle Santiago vi a mi primer muerto a la caída de Trujillo. Pensé que era un juego cuando le vi caer por un balazo, no entendí nada y paralizado lo vi sangrar. “Está muerto, nada que hacer”, y luego yo caminar como un autómata hasta mi casa con lágrimas en los ojos y un susto imborrable.

La ciudad me habla. Aquí fue mi primer beso, la novia por un día que me lo regaló para que supiera a qué saben los besos. El malecón y su mar, que me invitaba a cruzarlo.

–Algún día te atravesaré muchas veces –siendo niño le dije en secreto.

La catedral, lugar obligado todos los domingos de colegio, vestido de blanco, el hamberger de los Imperiales y las risas de mis amigos cuando en latín y de espaldas el sacerdote pronunciaba en un idioma indescifrable el rito más importante de nuestra religión católica.

La ciudad me recuerda momentos vividos en el pasado, algunas esquinas recuperan historias, anécdotas, sufrimientos, angustias, gozos extremos. Han transcurrido los años y aunque Santo Domingo quiera disfrazarse, sé que es la misma pretendiendo ser otra e impresionar al nuevo siglo.

La ciudad colonial se ha remozado para bien, sus conversaciones conmigo siguen intactas. Perdí al cine Capitolio, a la antigua Casa de España, al tan bailado club de la juventud, al tan querido casino de Güibia con su playa, que me parecía inmensa y donde llegar al trampolín se había convertido en un reto. Allí, en sus arenas, me enamoré dos veces, tres o quizás casi cuatro, rechazado todas. Aprendí que hay que ser tenaz, que los fracasos son los mejores maestros y que el mar es el mejor confidente. Eso me lo dijo mi ciudad, maestra de todos los tiempos.

Santo Domingo no me engaña aunque se vista de rascacielos, se multipliquen sus habitantes, las voces de sus monumentos, casas, calles... mientras viva serán nostalgia y recuerdos... y eso no me lo arrebata nadie. Esta ciudad, que a veces llora, se irá conmigo cuando regrese y estoy seguro llevaré puesta mi mejor sonrisa.

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