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La corbata

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La corbata

Nunca pensé que con los años la memoria de mi papá creciera tanto. Es una dicha. No soy de los que piensa mucho en sus muertos, tampoco de aquellos que se sientan a recordar momentos especiales y se llenan de tristeza. Soy un hombre que utiliza su memoria solo para recordar y no siempre los mejores momentos vividos con aquellos que he amado.

Mi papá era un hombre especial, lo he dicho siempre; la amistad hacia sus amigos era sagrada. Se entregaba por completo y los problemas de ellos se convertían en los suyos. Enumerar sus virtudes es caer en una cuenta infinita, quizás haya habido muchos papás como él y yo al mío lo magnífico con el tiempo, puede ser. Cuando era niño no era fácil ser hijo de Danilo; Danilo era la alegría, la bondad, la generosidad en persona, el desprendido de la casa, el enamorado de la vida, la risa fuerte y contagiosa, la mano abierta para ayudar a todo aquel que lo necesitara.

He hablado mucho de sus locuras, de sus desapegos, de su reinventarse cada vez que se veía comenzar de cero. Hoy pienso que no tuve tiempo para conocerlo bien, nunca fue capaz de sentarse a hablar conmigo y profundizar algún tema, me daba la impresión de que tenía prisa.

Una tarde entré a su cuarto a pedirle una corbata.

–Papi –le dije–, me han invitado a una fiesta y no tengo corbata decente.

Abrió su armario y sacó una que no había estrenado.

–Esa no –le dije–, quiero una que ya no uses.

–Esa es tuya–me contestó, y creo que sin decirlo, imaginé, me confesaba el amor que me tenía–.

Era una corbata azul, la cual tuve siempre atesorando en mi armario.

Cuando el mejor amigo de mi papá murió, él se puso una corbata negra y jamás se la quitó. El luto lo llevó por dentro y por fuera. Nunca lo había visto llorar de esa manera. Cuando mi papá murió, también decidí llevar una corbata negra. En esa época trabajaba yo en un banco y tenía la obligación de estar de saco y corbata; la corbata, en mi caso, era una manera de llorar y protestar por la desaparición de alguien que amaba tanto.

Una vez un amigo, viendo que la corbata negra era mi uniforme, me trajo una de seda de una tienda de Londres. Me dijo: “me uno a tu dolor por tu papá”, me dio un abrazo y a la vez me dijo: “quisiera que algún día te quitaras el luto y te pusieras una de color, ese día quiero estar a tu lado y celebrar contigo”.

Unos años después murió mi amigo y su hermana, luego del sepelio, me entregó una corbata de color diciéndome, sin ella saber el pacto que teníamos: “a mi hermano le hubiera gustado que tuvieras su mejor corbata”.

Ese día me quité el luto para siempre, di gracias al amigo que seguro habitaba el cielo, por haber desterrado el luto de mi vida, abandoné las lágrimas en un rincón de la casa, y agradecí a la vida y a Dios por el papá que me había regalado. Cada día de los padres y cada día de mi vida lo pienso en alegría... fue su mejor herencia.

Ilustración: Ramón L. Sandoval