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La soledad (II)

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La soledad (II)
Ilustración: Ramón L. Sandoval

La música de Yasek va subiendo en intensidad y así lo hace el público que lo escucha. Camila, una de las bartenders de uno de los bares y sobrina de Marianela Boán, la brillante coreógrafa cubana y directora del Ballet Contemporáneo Dominicano, se me acerca y me pregunta si quiero entrar al salón VIP para estar más relajado. No me deja terminar de contestar cuando ya me veo llevado de la mano, junto a todas las jóvenes santiagueras, a ese exquisito lugar donde muy pocos son llamados a estar. Agradezco y, así como apareció, desaparece la sobrina con la excusa de volver a trabajar.

–Esta noche cenamos en El Cocinero –me dice Michel–, un restaurante que colinda con La Fábrica.

–Una comida excelente –dicen a coro las muchachas–.

Yo fui a Toro y Tapas con nuestro embajador dominicano Joaquín Gerónimo y algunos amigos y miembros de la Fundación Aduanas, también comimos muy bien.

La música del trompetista se cuela discretamente y la noche, sin prisa, ilumina una de las terrazas con una luz plateada no comprometida políticamente. Las amigas desaparecen agotadas, yo permanezco en el lugar con Celestinito Esquerre, quien me cuida y acompaña.

–Voy por un trago –le digo, Celestinito es abstemio y solo bebe agua, al igual que su novia y Víctor, el joven que solo habla con el silencio–.

Estamos felices, vivos y en salud viviendo este presente maravilloso de amistad y cariño.

Llego al bar y un joven de barba y pelos muy negros me atiende con una amplia sonrisa.

–Un Habana Club, por favor, con mucho hielo y algo de refresco de limón –le digo.

Con una habilidad impresionante levanta el vaso y pone hielo sin dejar de sonreír. En su brazo izquierdo tatuajes de todos los tamaños cubren su piel.

–Usted es dominicano –me dice quien me atiende.

–¿Cómo sabes tan rápido?

–Viví 4 años en Santo Domingo cuando era pequeño y no he podido olvidar esa manera de hablar. La reconozco de inmediato –agrega.

–¿Te gustó el país?

–Mucho. Bueno, era muy pequeño, ahora tengo 23, mi abuelo era diplomático cubano y vivía con él, pero sueño con volver.

–¿Cómo te llamas? –ya abierto el diálogo y yo curioso siempre.

–Héctor -responde, sin perder la sonrisa–.

–Me impresionan tus tatuajes –le digo y añado–, ¿por casualidad tienen algún significado?

Héctor se me acerca más y me los va señalando cada uno y dando una explicación.

–Esta claqueta de cine con la fecha es para marcar el día que me enamoré por primera vez de una mujer; el búho es sabiduría.

–¿Y el lobo?

–Pude poner un tigre o un león –me aclara–, pero son animales que muestran en los circos y que están enjaulados, el lobo es libre.

Tomo lentamente mi trago deseando escucharle hablar, siento que quiere confesarme algo y soy buen confesor.

–Nunca conocí a mi papá –me dice sin ningún dejo de tristeza–, y a mi mamá vine a verla por primera vez cuando tenía 8 años. He sido un niño solitario.

Lo miraba con compasión, aunque no lucía un joven amargado, la manera como me comunicó lo de sus padres denotaba una gran soledad que, de alguna manera, quise entender que gritaban sus tatuajes.

–¿Te importa si escribo esto que me cuentas?

Me mira sorprendido.

–Claro que no, me halagaría.

En ese momento, una camarera cumple años y sus compañeros le cantan, repitiendo al unísono el ‘Celebro tu cumpleaños cubano, felicidad, felicidad, felicidad’.

–Amigo –me dice el joven–, este trago va por la casa –y me entrega un ron cargado de hielo–.

–Brindo por tu regreso a mi país –él sonríe–.

Lo abracé con la mirada. Tanta soledad en el mundo, tanta.

Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.