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Paulina Palmieri Marcantoni

Jamás le dije abuela, todos sus nietos la llamábamos Mama Paulina, fue hermoso tenerla, hoy vive dentro de mí en lo más recóndito de mi corazón

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Paulina Palmieri Marcantoni
La historia de vida de Paulina competía con cualquier novela rosa del siglo diecinueve. (ILUSTRACIÓN: LUIGGY MORALES)

Era muy pequeña y en su pequeñez escondía su timidez. Jamás la escuché subir la voz, hablaba en susurros y con acento francés. Aprendí a amarla en su diferencia, en sus largos silencios y en su manera peculiar de comunicarse. Tenía un solo vestido en varias versiones, Azul pálido, rosado , blanco marfil, jamás un negro. Todos el mismo modelo y en seda. Cada color tenía su día y su hora, los zapatos de taco ancho que le daban equilibrio estatura y elegancia eran parte de su cuerpo, nunca la vi sin ellos. En su peinado, el mismo siempre, un lazo que hacía juego con el color de su vestimenta.

Paulina solo hacía vida social de noche. Algunos días, no todos, salía de su habitación a almorzar con la familia, su rostro cubierto de polvo blanco, un ligero perfume, apenas hablaba y aunque decía que veía todo perfectamente, entrecerraba los ojos para fijar el foco y ponía una carita simpática. Su cita para la radionovela por HIZ de las 6:30 de la tarde era sagrada. Más de una vez la vi llorar y secarse las lágrimas, era una romántica empedernida.

-A Ange aprendí a amarlo con los años -me dijo un día en la galería después de tocar el piano y cantarme una canción en francés. Todas las noches tocaba la misma pieza, el Claro de Luna de Beethoven, luego caminaba hacia su mecedora en la galería y contemplaba las estrellas. Allí esperaba algunas veces la luces del amanecer. Recitaba poemas y tenía una frase que repetía constantemente en francés: “La vie est une comedie et nous en sommes les acteurs, jouez bien votre role”..., su pañuelito atado a la muñeca, su sonrisa discreta, su mirada poblada de nubes y paraísos perdidos. Su historia de vida competía con cualquier novela rosa del siglo diecinueve.

A los 16 la casaron e inmediatamente vino en un barco a descubrir y vivir en el Caribe. Su papá estaba al borde de la muerte y no quería dejar a su hija sola, por eso llamó al encargado de su finca en Córcega, y gran amigo, y le pidió un hijo para casarla.

-Me sacaron de la escuela en París para presentármelo, era un hombre bueno, cariñoso, pero no lo amaba. Le regalé 7 hijos, y con los años me fui enamorando poco -me confesó una noche donde brillaba una luna espléndida.

Paulina tenia una sola amiga que de vez en cuando venía a visitarla.

Ange, hombre que descubrió la caña y los molinos, hizo fortuna y le construyó un palacio de madera en un campo de Juve, y en su sótano lo llenó de todos los productos franceses que pudieran gustarle a su amada. A los hijos que fueron naciendo les trajo una nana francesa y en ese campo, lejos del mundo, les construyo un paraíso.

Todas las noches, antes de retirarse a su habitación, caminaba hacia la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que estaba a la subida de la escalera, se hacía la señal de la Cruz y, con los ojos cerrados, hacía una oración y pedía por los suyos... Su murmullo, estaba segura, llegaba a los oídos de su Dios.

Jamás le dije abuela, todos sus nietos la llamábamos Mama Paulina, fue hermoso tenerla, hoy vive dentro de mí en lo más recóndito de mi corazón.

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Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.