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Reír y llorar, reír y llorar

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Reír y llorar, reír y llorar

En el año 1957 Santo Domingo era una ciudad pequeña, yo vivía en la calle Sánchez y en mi barrio nos conocíamos todos, el barbero Emiliano, los chinos de la esquina, la Aguja de oro donde compraba los regalos de cumpleaños, los restaurantes Panamericano o Roxi donde todo sucedía, el cine Santomé con tandas corridas donde podía ver sin cansarme cuantas veces quisiera las películas y adivinar los diálogos de tanto repetirlos, y así muchos etcéteras que van surgiendo en mi memoria. En ese año las cosas en mi casa no estaban del todo bien, mi papá no tenía trabajo, mi mamá ganaba muy poco en la Fábrica de Cemento y apenas le daba para cubrir la casa. Tenía yo trece años, estaba en octavo curso con el hermano Adalberto, y a mi amigo Leo, tan atrevido como yo, le propuse hacer un negocio. El Olimpia era el cine de moda, lo contrataríamos para una tanda vermouth a las 10:30 a.m. un sábado y partiríamos las ganancias entre los dos.

Se avecinaba el mes de mayo y quería regalarle a mi mamá dinero para que se comprara lo que quisiera. No dije nada en mi casa, imprimimos en la imprenta de un amigo, a crédito, 500 boletas y seleccionamos una película por la cual cada persona pagaría 25 centavos. Hablar dos muchachitos con el gerente del cine no fue fácil. Su único requisito era que antes de comenzar la película debíamos pagarle el alquiler y que el resto era de nosotros dos. Hicimos el trato y nerviosos nos lanzamos a vender entradas. Cada mañana llenaba mis bolsillos de ellas y en cada recreo del colegio salíamos ambos a vender.

–Te la fío –le decía a mis amigos–, pero me tienes que pagar antes de la fecha.

Me dio fiebre, me temblaba todo ante el fracaso, no dormía, pero el sólo hecho de pensar que podía ganarme un dinero y que ese día de las madres se lo podía dar a mi mamá, me obligaba a hacer lo imposible.

–Es una película buenísima –era mi argumento de venta– no vas a parar de reírte.

Faltaban apenas unos días para la tanda y aún no habíamos colectado el dinero del alquiler, Leo y yo no parábamos de conversar, de reunirnos en caso de que falláramos, Leo me animaba:

–¿Cuántas vendiste hoy? Seis y tú cuatro, ¿cuántas faltan para cubrir? Ciento noventa... uff, no descansaba.

Llegamos al sábado señalado y con gran alegría pudimos pagar el alquiler, 50 pesos, que era todo el dinero del mundo. Nos quedamos sin un centavo, pero el alivio de no haber fallado ya era motivo de satisfacción. Leo y yo nos abrazamos y repartimos nuestras funciones de ese día, él vendería taquillas y yo sería quien las recogería en la portería, si alguien compraba alguna ya era ganancia. Comenzó a llegar la gente, se hizo una larga fila, yo contaba desde mi portería a todo aquel que compraba una nueva taquilla, estaba agotado, apenas había podido dormir y desde las siete estuve merodeando el cine esperando que lo abrieran.

A las diez y treinta no cabía un alma más en el cine. Habíamos triunfado y superado las expectativas. Cuando todos entraron y comenzó la película nos sentamos a contar monedas, habíamos hecho otros 50 pesos luego de sacados los gastos, nos miramos y no podíamos contener la alegría. Tomé mi dinero y salí corriendo desde la calle Palo Hincado, donde quedaba el cine, hasta la Sánchez, donde quedaba mi casa, mis bolsillos llenos de dinero, mucho dinero, veinticinco sudados pesos.

Subí las escaleras de mi casa gritando:

–Mami, mami, te tengo tu regalo de las madres y me ha costado mucho trabajo.

Mi mamá no entendía y entonces le conté la historia atropelladamente. Saqué el dinero de mi bolsillo y se lo puse en las manos.

–Feliz día de las madres –le dije mientras la abrazaba–, te quiero mucho.

Ella me miró, llenos sus ojos de lágrimas, y comenzó a llorar como nunca la había visto. Lloraba y reía, lloraba y reía y, sin poder evitarlo, yo también comencé a llorar y reír, a llorar y reír, a llorar y reír mientras el abrazo inundaba no sólo mi corazón sino mi alma... Eso hoy lo recuerdo que ya no estás...

Ilustración: Ramón L. Sandoval