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Freddy Ginebra
Freddy Ginebra

Sucedió en el colegio

De todas las anécdotas que recuerdo, la más importante fue la de las misas

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Sucedió en el colegio
Mis zapatos estaban muy gastados y tenía un hoyo en cada uno. Me daba vergüenza que todos lo vieran, si me arrodillaba imposible ocultarlo. (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Todas las familias tienen sus momentos difíciles y de ellos he aprendido tanto que mirando hacia atrás lo agradezco. Mi papá se quedó sin trabajo. Época difícil en la que vivíamos. Una dictadura donde o estabas con el dictador o no existías. Pobre, pobre nunca fui, pero momentos de escasez sí pasé muchos. Mi papá me inscribió en el colegio De la Salle y allí terminé graduándome y me convertí por necesidad económica en profesor cuando apenas tenía 17 años.

Cuando miro hacia atrás son muchos los momentos complicados que viví. Crecía muy rápido y los pantalones se me quedaban de un año para otro y, cuando no había dinero, el estilo saltacharco era el mío. Recuerdo que me los bajaba lo más que podía para que no se notara tanto, pero desde que me descuidaba ellos se subían y parecía un payaso de circo. Aprendí a manejar mi situación sin pensarlo mucho. Creo que fue la primera lección para reírme de mí mismo. Cuando regresaba del colegio me hacían quitarme de inmediato el uniforme para que no lo ensuciara, apenas tenía el pantalón y la camisa necesarias, y quizás algún año dos de cada. Pero de todas las anécdotas que recuerdo, la más importante era la de las misas. Cada viernes teníamos misa en el colegio y el ritual de esa celebración exigía que, en los momentos de consagración, nos arrodilláramos. Yo no lo hacía y era el único que se quedaba de pie, tenía un secreto que temía descubrieran. Los hermanos de ese tiempo eran grandes observadores y vigilaban a cada uno de los alumnos celosamente. Era la época donde todo era pecado y la confesión cada jueves era prácticamente obligatoria.

Una mañana fui llamado a la dirección, el director hermano Amado quería conversar conmigo. Se me secó la garganta, me temblaron las piernas. Solo había dos motivos por los cuales podías ser llamado a la dirección: uno por alguna falta cometida y otro por la falta de pago. Ya yo era un profesional en ambas. No fue una, ni dos, las veces que mi papá no pudo pagar el colegio y se atrasaba, pero para los exámenes, condición esencial estar al día para recibir las notas, mi papá cual Supermán aparecía con el dinero y yo respiraba.

–Siéntese -me dijo el director esta vez sin sonreír-. Hice un recuento de la posible falta cometida, pero no encontré esta vez ninguna y, hasta donde yo sabía, mis pagos estaban al día.

Me temblaba la nariz y no me atreví a mirarle.

–¿Tiene usted algo que le perturbe?

Me sorprendió su pregunta y comencé a negar con la cabeza sin emitir sonido.

–¿Le han dicho algo? –me atreví a preguntar. Cuando el director trataba a uno de usted era porque algo grave se avecinaba.

–No -dijo secamente y me miró fijamente a los ojos. Me temblaban los ojos, los labios y cualquier otro órgano con capacidad de temblar.

–Lo he venido observando en las misas de los viernes –aquí guardó silencio y su mirada fue más intensa. La pausa me hizo ahora temblar incontrolablemente. Estaba en modo gelatina.

–He observado que es el único que no se arrodilla. ¿Ha perdido la fe? Hábleme con toda confianza como a un padre. Si tiene algún problema puedo ayudarle a resolverlo, para eso estamos los hermanos.

Tragué en seco, no sabía si decirle la verdad u ocultar mi vergüenza.

Mi silencio se hizo interminable.

–Hable, eso le hará sentir mejor –se levantó y me puso la mano sobre el hombro–, no tema, le repito: mi misión es ayudarle.

Lo miré a la cara y, con un valor que todavía no entiendo de dónde lo encontré, le dije:

–Prefiero que no hablemos ahora y usted respete mi silencio. Cuando sienta que debo hablar vendré a verle –y agregué seguido–, con su permiso, que me deja la guagua –y salí corriendo–.

Jamás le diría la verdad. Mis zapatos estaban muy gastados y tenía un hoyo en cada uno. Me daba vergüenza que todos lo vieran, si me arrodillaba imposible ocultarlo. Dios tendría que entenderlo, tenía 13 años y mucha vergüenza. Hoy, a mis 75, me comí la vergüenza con pan y aguacate.

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Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.