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El año verde

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El año verde

Aunque las matemáticas avanzadas y el cálculo integral no nos fueron favorables en la Serie del Caribe, sería mezquino de mi parte, forofa conocida de la pelota vernácula, aguilucha a rabiar para más señas, no reconocer que este ha sido, final y merecidamente, el año verde.

En mi familia somos eclécticos, cuerderos y democráticos, y donde hay tantas mujeres lo usual es que los padres tengan que tratar con todo tipo de pretendientes. Los dos o tres que se han quedado han tenido que confesar ante notario su afiliación beisbolera, que es la que realmente nos importa.

Dicho lo anterior, mi hermana Miguelina se apareció en la casa, más de 20 años atrás, con un novio estrellista. Para esa época, el equipo oriental llevaba más de dos décadas sin ganar y, honestamente, pensábamos que no quedaban fanáticos, a pesar de que todos los octubres se presentaba un equipo a dar el frente y al decir de mi cuñado “a jugar como nunca y a perder como siempre”.

Recuerdo round-robins y finales memorables. Edwin, ya casado con mi hermana aguilucha, apenas contenía el pique (y las lágrimas) cuando regresaba del estadio con su cachucha volteada y su bandera debajo del brazo, más perdido que el hijo del aviador aquel. “Hasta el próximo octubre” era la consigna.

Y llegó octubre. El equipo de las Estrellas Orientales, edición 2018, comenzó a todo vapor y no le dieron chance a nadie. De punta a punta, coronaron con una merecidísima victoria y muy buen béisbol, el elusivo, casi antológico, año verde. Y nadie gozó más que mi cuñado y mi pobre sobrino Enrique, ya de 13 años, que nada más nacer le “encaquetaron” su gorra verde y lo sentenciaron a ser parte de una dinastía de generaciones que recordaba haber bailado el triunfo una sola vez, cincuenta años atrás.

Pasada la resaca de la victoria local y el desaguisado de la Serie del Caribe, conversaba con mi cuñado sobre tres cosas que aprendimos de los estrellistas y su equipo. Aquí van:

No hay fucú que no se rompa. Es una lección aprendida de los Medias Rojas de Boston y los Cachorros de Chicago, dos grandes equipos de Grandes Ligas que tuvieron que esperar un siglo para levantar el trofeo. A las Estrellas Orientales le llegó su tiempo de ganar y lo hicieron en buena hora. Con dupla de padre e hijo incluido y jugadas memorables. Y pusieron a todo un país a soñar. En pelota no hay nada escrito y el juego (como las rachas), no acaba hasta que se termina.

El bullying no mata, pero mortifica. Si hay algo que sabe hacer un estrellista es aguantar cuerda sin fin, pero sobrevivieron con dignidad, jugaron buena pelota y cuando ganaron decretaron cinco días de júbilo en una fiesta interminable que gozamos todos. Me decía mi cuñado que lo que más lo preocupaba era que tantas burlas le provocaran traumas infantiles al pobre sobrino, sobre todo cuando lo vestían como una menta de guardia y regresaba “perdido y mortificado” del estadio.

Y finalmente, que la esperanza es verde y es lo último que se pierde. Siempre habrá un octubre y la pelota siempre nos pondrá a reír o a llorar. Esa es su belleza.

Cuando llegó el momento del triunfo, la sonrisa de mi sobrino Enrique, que solo esperó 13 años para ver ganar a su equipo, no se pagaba ni con la herencia trillonaria de los Rosario.

¡Felicidades, estrellistas!

Ilustración: Ramón L. Sandoval

Comunicación corporativa y relaciones internacionales. Amo la vida, mi familia y contar historias.