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Ese tiriquito...

En la época que cursé mi educación básica y de bachillerato, nunca estrené libros. Los heredabas, los cuidabas y garantizabas que siguieran descendiendo por el árbol genealógico hasta que ya no dieran de sí

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Ese tiriquito... (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Lo recuerdo como ahora. Ese correo o llamada llegaba a mediados de julio: Saludos, doña Himilce. Para comunicarle que ya está disponible la lista de libros y materiales para el próximo año escolar...

Ahí mismo comenzaba a sentir un tiriquito, acompañado de temblores, resequedad en la boca y un nudo en el estómago. Por puro instinto de supervivencia lograba detener, de modo consciente, el balance de la cuenta del banco para que no me llegara a la mente. Por más que brincara y saltara, ese mes no iba a cuadrar, así que mejor me ahorraba el ataque de ansiedad.

El resultado de la cuesta de agosto, previo al inicio del año escolar, además de la cuenta en rojo, eran docenas de libros y cuadernos por forrar y que necesitaban una grúa para mover. A junio del año siguiente confirmabas que la mitad de esos libros nunca se les puso la mano, pero tampoco podías regalarlos porque no estaban en la lista para el próximo periodo. Millones de pesos gastados y perdidos sin justificación y sin dolientes.

En la época que cursé mi educación básica y de bachillerato, nunca estrené libros. De hecho, los libros se consideraban un bien de familia. Los heredabas, los cuidabas y garantizabas que siguieran descendiendo por el árbol genealógico hasta que ya no dieran de sí. Uno tenía la obligación de cuidarlos y no escribir con lapicero sobre ellos. Estudiamos con las mismas ediciones año tras año y no entró el mar. No recuerdo que nadie haya tenido que ir a un psicólogo a tratarse por el “síndrome del libro usado”.

Cuando nos mudamos a la capital, los libros tampoco eran nuevos. Uno iba a la calle del Conde y resolvía en un lugar medio oscuro, no apto para alérgicos. Tampoco entró el mar. Y con todo y que los libros eran usados y que éramos más de 40 por aula, todos aprendimos.

Parece que tras mi paso por la escuela, a algún burócrata ambicioso le llegó la gran idea de que las ediciones debían revisarse cada año y que todos debían tocar del pastel. Esto aplicó para centros públicos y privados por igual. Entonces comenzó el relajo del cambio de libros, en algunos casos con creatividad incluida: libro de texto y de trabajo, cuaderno y cuadernillo por materia. Lo que antes hacíamos los mismos estudiantes (ir donde la prima a buscar la mochila de libros prestados), ahora es un proceso complejo que puede incluir financiamiento, consumos en extralimite y ansiolíticos.

Una de mis hermanas tiene previsto gastar sobre los 40,000 pesos en libros y útiles para sus dos hijos, estudiantes de básica. Maneja cuatro listas en dólares y en pesos, sin incluir zapatos ni uniformes, que es otra cuestión.

Por suerte, para los últimos años escolares de mis hijas, el colegio donde estudiaban decidió emprender un programa para reusar los libros de texto, sin caer en el absurdo de cambiarlos anualmente. El resultado fue apreciable, tanto en el cambio de mentalidad de los estudiantes, como en importantes ahorros en dinero y tiempo para los padres. Ese colegio decidió pelear contra el sistema y ganó, demostrando que no es difícil ser coherentes.

Amados padres/ madres / tutores: si ustedes tienen voz y voto en su colegio, háganlos sentir. Si el centro no hace caso, o no quiere involucrarse, hagan círculos de intercambio entre ustedes y no permitan cambios de libros de texto sin justificación. Estamos obligados a defendernos contra el tiriquito de julio porque nadie lo hará por nosotros. ¿Alguna otra idea?

TEMAS -

Comunicación corporativa y relaciones internacionales. Amo la vida, mi familia y contar historias.