Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
columnistas

Voyeurismo culinario

Expandir imagen
Voyeurismo culinario

Me encanta ir a restaurantes. Me encanta compartir con gente que quiero comida que me gusta, pero también me encanta meter mis narices en platos ajenos, figurativamente hablando. Ustedes podrían llamarme “metiche”, pero yo prefiero denominarlo “voyeurismo culinario”, porque se oye más fino y el título me gusta.

Disfruto especialmente presenciar la interacción de comensales y camareros en lugares donde los menús son de “autor” y nadie más que el chef sabe cómo salen los platos y los géneros que incluyen. Para mí, la expectación es parte del encanto, pero reconozco que para otras personas, con menos tenedores a cuestas, puede ser bastante desconcertante.

Siendo francos, los restaurantes de cierta clase se han democratizado para dar entrada a un montón de personas que antes no se atrevían a frecuentarlos, y el resto lo sufrimos y lo gozamos a partes iguales.

Hace años la sociedad dominicana se enteró de que compartía mesa y vino con un narcotraficante prófugo con dotes de actor porno y su harem. Me hubiera encantado estar en la mesa de al lado escuchándolo ordenar ostras blue point, no porque pudiera pagarlas, sino porque supiera apreciarlas.

En mis recorridos gastronómicos he visto y oído de todo: desde un joven político con ínfulas de presidente de Cámara devolver una pasta al dente porque se le sentía “un durito”, hasta la señora hecha por partes que quería que su filete con salsa de hongos no tuviera hongos “porque no le gustaban”.

Una vez, en un restaurante con especialidad en carnes, entra esta pareja. Él quería alardear de su bolsillo, ella quería dejarlo limpio. Con la carta en mano, ella pide “lambosta”. El camarero se puso lívido, osciló sobre sus pies, se tragó la risa y volvió a preguntar. Ella respondió muy compuesta: “lambosta, bien cocida por favor”. El pobre muchacho, el de la cartera abultada, encontró que la mesa era muy pequeña para meterse debajo. Yo quise acompañarlo, pero la vergüenza ajena no me dejó.

He presenciado cuando una señora armó un escándalo porque le sirvieron una ensalada “podrida”. El maître se acerca solícito a preguntar y ella le increpa que si no es capaz de oler aquello. El pobre hombre le explica que así huele el queso roquefort. La doña se marchó indignada... amenazando con no volver.

He tosido y reído con todo el disimulo de que he sido capaz cuando he visto poner mala cara ante una terrina, un magret, una paletilla de cordero (no, no es chivo); un ceviche, un paillard, un souflé, un “arroz apatao”, (digo, un risotto), una galantina... simplemente porque no preguntan.

Si nos vamos a la sección de vinos y espumantes los cuentos no acaban. No hace mucho presencié “de mesa a mesa” cuando una “madame” le enseñaba a una aprendiz de querida los vinos “de clase” que cualquier mujer que se respete debe saber ordenar. No me crean, pero me dicen que en el lugar todavía se mueven las mesas cuando la doña pronunció “piel joel”, para pedir una botella de “Perrier Jouet”.

Que conste que este no es un “Sin complejos” clasista. Son, como muchos otros, recopilaciones de experiencias vividas que me encanta compartir. En un “chimi” no hay margen de equivocación y si no quieres “piqui” lo dices sin mucho rebuscamiento. ¿La moraleja? No es que dejes de ir a un restaurante que te guste o puedas pagar, es que preguntes si no sabes, te des la oportunidad de probar cosas nuevas y, si de casualidad te encuentras una voyeurista como yo, no le des material de artículo. ¡He dicho!

Ilustración: Ramón L. Sandoval