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Rostros de esperanza

El Árbol de la Esperanza de Ágora Mall llega a su quinta versión sujetando con firmeza el propósito de sembrar en la sociedad una semilla de alegría, de dignidad humana, de oportunidades de vivir.

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Rostros de esperanza
Pedro (Heart Care Dominicana), Alberto y Alma (St. Jude Dominicana), Norah (Voluntariado Plaza de la Salud) y María Esperanza (Yo también puedo). (BAYOAN FREITES)

Un árbol, cuatro fundaciones, la melodía del sueño que los une. El Árbol de la Esperanza de Ágora Mall llega a su quinta versión sujetando con firmeza el propósito de sembrar en la sociedad una semilla de alegría, de dignidad humana, de oportunidades de vivir. Esto apoyando instituciones que se esfuerzan, sin ánimo de lucro ni fama mediática, a construir esperanzas. Queremos que los conozcas porque compartir las buenas noticias, siempre vale la pena.

Fundación Yo también puedo

De niña, recuerda, soñaba con tener una fundación: “cuando sea grande y tenga mucho dinero...”, se decía a sí misma. Creía que eso era lo que necesitaba. Tenía y no tenía razón. Cuando creció se dio cuenta de que para hacer algo que le apasionaba no necesitaba dinero. Para decirlo, baja el tono de su voz y habla más despacio: “yo tenía a Dios, eso era todo lo que yo necesitaba”. María Esperanza lo confirma por la manera en la que surge y cómo ha logrado, a pesar de las carencias, salir adelante.

“Yo también puedo” inicia como un proyecto de tesis de grado junto a su compañera Marcel Berrido en el 2010. Querían unir necesidad, pasión y arte. Tenía que ser una propuesta diferente, útil para la sociedad y, sobre todo, que les permitiera trabajar con personas con capacidades especiales. Lo hicieron y, a petición, decidieron convertirlo en una fundación.

En el 2011 surgió el primer musical para que la gente pudiera darse cuenta de lo que son capaces de hacer... los niños. María Esperanza dice con una sonrisa que el resultado es hermoso, pero lo más importante es todo lo que ellos aprenden durante el proceso.

“Los ensayos son terapias para ellos: tienen que memorizar el libreto, cantar, bailar... son terapias lúdicas: no se dan cuenta de que están aprendiendo, por eso el resultado es tan efectivo, porque se sienten libres. No están limitados. Es un espacio donde hay mucho amor y ellos son importantes”.

Para ellas empezar también fue difícil. Eran muy jóvenes. Sin embargo, los padres creyeron en el proyecto y, fruto de los resultados que obtenían sus hijos, la confianza aumentó y eso les ha permitido crecer. Como fundación apuestan a la integración familiar como una clave en el éxito de las terapias, y las evoluciones de sus pacientes hablan por sí solas.

Actualmente cuentan con 60 niños, pero tienen una lista larga de otras personas que quieren integrarse a “Yo también puedo”. Les limita no contar con un espacio físico. Escuela Nueva y Colegio Loyola les facilitan sus instalaciones para los programas de estimulación artística y ensayos para musicales, respectivamente. Por eso justamente se unen al Árbol de la Esperanza: para conseguir los fondos con que construir su local y comprar los materiales necesarios para las terapias de los niños.

Actualmente, trabajan con programas de estimulación durante cuatro meses al año. De manera paralela, realizan musicales, actividades familiares recreativas, charlas, terapias para los padres. Su personal consta de artistas, educadores, psicólogos y voluntarios, entre los que hay muchos jóvenes. El trabajo en equipo junto a ellos, nos cuenta, ha sido aleccionador para ella, porque le demuestran que hay muchas personas con deseos de ayudar y crear un cambio social. Que no todo está perdido.

María Esperanza es madre de dos niños... bueno, tres. El primero es “Yo también puedo” porque “despierta en mí ese amor de madre... Es un milagro en mi vida. No lo dejaría por nada del mundo porque es algo que amo”.

“Yo también puedo” se dedica a pacientes con Síndrome de Down, déficit intelectual, parálisis cerebral, autismo, hidrocefalia, entre otras capacidades especiales, desde los 4 hasta los 50 años de edad, a través de las artes con clases de música, teatro, artes plásticas, etiqueta y protocolo, pensamiento lógico.

Fundación Saint Jude Dominicana

Son encantadores. Tienen un sentido del humor que contagia y ríen como si fueran niños... Se necesita un espíritu libre e inocente para cumplir este tipo de rol. Alma y Alberto lo tienen, además de un deseo enorme de ayudar.

Se conocieron hace unos 18 años en el Hospital de investigación infantil St. Jude, en Memphis, Tennessee. Por si tienen dudas, éste no tiene nada que ver con la Fundación. Al hospital deben su nombre y tiene una explicación: sus hijos recibían tratamiento allí. El de Alberto, Miguel Antonio, tenía cáncer; el de Alma, José, una enfermedad rara conocida como el Síndrome de Wiscott-Aldrich. Aunque Miguel y José tenían 10 años de diferencia, se llevaban muy bien, y eso de alguna forma influyó que entre ambas familias creciera una muy bonita amistad.

Miguel Antonio, que tenía entonces 21 años, decía que al regresar a Santo Domingo (había sufrido una recaída) quería hacer algo por la niñez desvalida del país. Es así como nace St. Jude Dominicana, como una muestra de agradecimiento de esta familia a las atenciones de su hijo.

Desde entonces, tanto Alberto como Alma, están juntos en esta lucha por ayudar a niños que padecen de cáncer, con sus altas y bajas, algunas veces pensando que no serían capaces de seguir adelante: “Nos sentimos muy agradecidos y bendecidos porque, en los momentos más difíciles, cuando estamos a punto de tirar la toalla porque no tenemos cómo seguir, siempre aparece un ángel que nos apoya y nos saca a flote”.

La fundación implica mucho esfuerzo, compromiso y trabajo en equipo, coinciden ambos. Son una familia que persigue una meta hasta conseguirla. Se esfuerzan y, a pesar de los desenlaces dolorosos, han tenido muy buenos resultados porque muchos de sus niños han logrado superar la enfermedad de una forma heroica.

Alberto detiene el curso de la entrevista y recuerda cómo su hijo Miguel sabía todo lo concerniente a su tratamiento. Qué le tocaba cada día y cómo debía enfrentarlo. De alguna forma preparaba a sus padres para ello. El señor Besonias reconoce en este dato un factor común en sus pacientes porque hacen lo mismo: se empoderan de su enfermedad y nadie la conoce mejor que ellos. Algunos hasta animan a sus padres cuando el diagnóstico no mejora y mantienen una actitud de agradecimiento y conformidad por todo lo recibido. “Son situaciones fuertes, pero uno tiene su recompensa. Dios actúa a través de nosotros para que ellos (los niños) tengan las posibilidades de recuperar su salud.

La Fundación St. Jude Dominicana también es la esencia y el “alma” de Miguel Antonio, el hijo que Alberto ahora ve en los rostros de los cientos de niños a los que ayuda. Su recuerdo sigue inundando su mirada y saltando de sus ojos sin que pueda contenerse; con tristeza sí, pero también con la satisfacción de saber que pudo cumplir su sueño.

St. Jude Dominicana es una fundación que sirve de canal de ayuda para niños de bajos recursos enfermos de cáncer. Unos 540 niños han recibido asistencia en estos 17 años. No dan dinero, pagan todo: tratamiento, internamiento, laboratorio, imágenes, envío de muestras, y exámenes fuera si es necesario. Trabajan en el país y en el exterior, con cualquier hospital. Hay empresas y personas que apadrinan niños o a la institución de manera directa. Cuentan con 200 niños activos y 116 casos ocasionales que reciben apoyo cuando necesitan un medicamento de muy alto costo, y ellos lo tramitan.

Fundación Heart Care Dominicana

Su fundador fue José Norberto, cirujano cardiovascular. En el año 2000 trabajaba con Heart Care Internacional y buscaba un país con el que pudiese “llevar a cabo jornadas quirúrgicas cardiovasculares para niños con problemas del corazón”. En ese momento, el país no contaba con ninguna infraestructura para poder hacer esas cirugías. Así que tenían que llevar a los niños al exterior. Para buscar una solución, tomaron la decisión de traer el proyecto al país con dos finalidades: corregir los problemas y entrenar un personal que pudiera operar de manera regular.

El doctor Pedro Ureña, que preside actualmente la fundación, nos cuenta que el primer año realizaron dos jornadas, en las que lograron intervenir a 40 niños con “patologías complejas”.

“Otras fundaciones internacionales se aliaron con nosotros y, en vez de una, teníamos cinco que venían a operar de manera regular”, indica el doctor Ureña, que se toma el tiempo para recordar que esto se convirtió a su vez en jornadas de enseñanza y corrección, que al final logró su cometido: tener un equipo que pudiera operar de manera local permanentemente.

Algo más sucedió en el 2006. Se dieron cuenta de que había una gran población adulta con carencias para tratarse. Imperaba un cambio y lo asumieron. Desde esa fecha expandieron la fundación para tratar enfermedades cardiovasculares en adultos. Han continuado haciendo jornadas con grupos de fuera y a nivel local para corrección de patologías cardiovasculares de alta complejidad. “No es hacer lo que se pueda hacer fácil, sino aquello a lo que las personas tienen limitación para acceder. Esa es la mística de la fundación”.

Los niños siguen siendo el foco de la fundación. Son la población más vulnerable, “vamos a prestarle siempre más atención”.

En este momento, Heart Care Dominicana se apoya en tres pilares: la corrección de problemas congénitos en niños, problemas cardiovasculares en adultos, y en un programa de prevención activa. Este último identifica comunidades en el interior del país que carezcan de infraestructura cardiovascular. Hacen lo que han llamado una “ruta de la salud”, levantando una clínica de alto nivel, en la que realizan evaluaciones, jornadas de educación, dan medicamentos e identifican pacientes que necesiten una intervención quirúrgica. En un día pueden ver hasta 700 pacientes. Su meta es cubrir los aspectos que consideran más relevantes en la cardiología: la prevención, la corrección y la educación.

La labor que realizan es muy ambiciosa y su presidente lo sabe. No le limita, más bien les reta. Aunque eso signifique dormir poco y no descansar los fines de semana. Va impecablemente vestido, pero su rostro delata lo que nos acaba de decir. Sin embargo, en sus ojos y en sus palabras no hay rastro de arrepentimiento: “de todo lo que hago esto es lo que más me satisface. Venía de un sistema (Estados Unidos) donde no sabía lo que era una carencia. Todo se obtiene fácil y es abundante. Al llegar al país y descubrir que una persona podía tener un infarto y morir porque no tiene seguro o dinero para atenderse, fue muy chocante para mí. ¿Cómo una persona puede fallecer porque carece de recursos? Eso humanamente no debería suceder”. El doctor Ureña termina diciendo: “cambiar vidas con un poco de esfuerzo no tiene comparación”.

Heart Care Dominicana es una institución privada sin fines de lucro que se interesa en la prevención, corrección y educación de todo lo concerniente a la salud cardiovascular. Cada año, ayuda a unas 3 mil personas, adultos y niños, en extrema pobreza, a través del diagnóstico temprano de enfermedades cardiovasculares, procedimientos correctivos gratuitos y prevención de enfermedades.

Fundación Voluntariado Plaza de la Salud

En otros países el trabajo voluntario es altamente valorado, especialmente en las instituciones vinculadas a la salud. El patronato que dirige el hospital Plaza de la Salud lo sabía y esa información les motiva e impulsa a dar el primer paso y empezar a formar voluntarios. Sucedió hace 12 años y notaron de inmediato cómo se humanizaban los servicios de salud que ofrecían.

Parece fácil, pero no lo es. Norah advierte, con la delicadeza y dulzura de una buena maestra, que el servicio es un don que todos desarrollan: “las personas nos ven muy alegres en lo que hacemos y se animan a participar. Pero cuando se dan cuenta del compromiso, la perseverancia y las horas de entrega que implica, terminan por alejarse”.

Más que un trabajo es un compromiso que necesita de mucha vocación por servir de forma desinteresada y con la sola recompensa de ayudar a los pacientes, especialmente a los de bajos recursos.

Ellas (sí, al momento son todas mujeres), toman la iniciativa de acercarse al paciente si notan que tiene una necesidad. Pero no son invasivas. Preguntan si quieren recibir la ayuda, dejándoles la libertad de decidir si quieren o no recibirla.

Pero su alcance no se limita al hospital. Durante todo el año participan en actividades y organizan las propias porque, aunque cuesta reconocerlo, cuando se trata de enfermos, los recursos económicos son muy importantes. Es por eso que el voluntariado cuenta con fondos directos para los pacientes de escasos recursos. También hacen aportes directos a la Plaza de la Salud. Por citar algunos: el equipamiento de un laboratorio de imnuno histocompatibilidad para poder realizar trasplantes de órganos de cadáveres, que fueron los primeros en su clase realizados en el país. Luego, un pabellón oncológico infantil, en honor a Consuelo Du-Breil de Bonetti, donde los niños pudieran recibir quimioterapia. Más adelante, ampliar la unidad de quimioterapia para los adultos y un área de internamiento exclusiva para internar a niños con cáncer.

Los esfuerzos de las aproximadamente 60 mujeres con el “mandil rosado” siguen motivados con la población infantil al notar una alta tasa de mortalidad neonatal (bebés recién nacidos) en el país. Por eso, su participación este año en el Árbol de la Esperanza tiene como meta principal adquirir un respirador de alta frecuencia para los recién nacidos que se encuentren en estado crítico de salud.

El voluntariado Plaza de la Salud presta sus servicios en el hospital los siete días de la semana, haciendo una labor directa con los pacientes y sus familiares; ésa es su principal misión. Se sienten comprometidos con la población infantil y la detección a tiempo del cáncer. Quieren que sus esfuerzos queden registrados como un legado desinteresado del cual se beneficie toda la población dominicana.

Video y edición: Bayoan Freites

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