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Clases de refinamiento

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Clases de refinamiento

Vamos a hacer este “Sin Complejos” interactivo...

¿Cuántas veces ha repetido instrucciones ante lo que parece una pared de concreto? ¿Cuántas veces ha querido darse por vencido mientras sus hijos crecen? Voy a poner algunos ejemplos. Cuando se vea retratado, anote las respuestas que aciertan su situación.

- Recojan el cuarto... ¡ahí no se puede entrar!

- Por el amor de Dios... ¡cierra la cortina del baño y levanta la toalla del piso!

- No comas con los codos en la mesa, ni hables con la boca llena.

- ¡No! los pantalones no van ahí.

- Lavar tres platos no es un castigo de Dios...

- ¡Intenta sentarte como una señorita, que se te ve todo!

Doña Amparo, mi adorada abuela de Moca, diría con justa razón que parece que estamos “predicando en el desierto y arando en el mar”.

Con 21 años de experiencia, siento que podría escribir el perfecto manual de la anti-señorita criando dos bajo mi propio techo. Fueron repetidas las vacaciones en que intenté producir milagros en mis hijas apelando a clases de “refinamiento”.

El último de los intentos, un par de años atrás, no prometía milagros, pero es un tema de fe. El programa incluía clases de modelaje, baile, pose y postura, moda y estilismo mezclado con etiqueta y protocolo. Entre amenazas y pucheros, Salomé, la más joven de mis hijas y el último experimento, entró a su primera clase acompañada de su inseparable prima Nini. A mi hermana Carmen Tulia y a mí no nos quedaba más remedio que esperar, ella con dolor de cabeza y yo con un muy mal presentimiento.

Con más miedo que vergüenza, cuatro horas después pasé por ellas y primera sorpresa: las niñas han aprendido a subirse “como una dama” a un vehículo. Tres minutos después las jóvenes se destapan con un “doble beso” refinado como uno ve que se saluda la gente que sale en la revista Hola española.

Al cabo de dos semanas, el cambio era mucho más evidente y comencé a preocuparme: cada vez que sonaba el teléfono pensaba que era de la “escuela de refinamiento” para exigir que las madres fuéramos a tomar clases. Entre las carcajadas que provocaban cada nueva sorpresa, veía a dos jovencitas transformarse en señoritas con modales de damas.

Sé que mucha gente va a decir que los tiempos han cambiado y que ahora a los muchachos “hay que dejarlos ser”. No veo ningún inconveniente en que “sean” lo que les dé la gana, siempre y cuando no se comporten como trogloditas. Después de todo, cuando crezcan van a querer enamorarse y, aun en estos tiempos, los padres toman en cuenta si el muchacho distingue el tenedor de la cuchara. Al final de la jornada, la educación pesa.

Hace muchos años decidí que solo podía dejar a mis hijas una herencia imperecedera: mi amor por los zapatos y las carteras no es genético y, desde luego, no van a recibir dinero, ese van a tener que trabajarlo. Solo puedo dejarles ejemplos de fe, algunos valores que las sacarán de apuro en su trato con la gente y la mejor educación posible, modales incluidos. Y creo que voy encaminada.

Si ya agotó la paciencia en ese tema, contrate un experto. Por alguna razón, los muchachos le hacen más caso a un perfecto extraño que a sus padres. No lo tome personal, enfóquese en los resultados. Lo importante es que aprendan.

Ilustración: Ramón L. Sandoval.

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