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Con lo que teníamos puesto

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Con lo que teníamos puesto

Hace unos días estaba trabajando en una actividad que se celebraba en un aeropuerto al norte de Florida, Estados Unidos, por lo que mis compañeros y yo intentamos quedarnos en un hotel cercano a la ciudad y evitar los largos desplazamientos.

La propiedad era más bien tipo aparta–hotel con un una pequeña cocina. Honestamente nunca se me ocurriría preparar una comida caliente, aunque confieso que una de las noches se me fue la nariz detrás de un aroma a “frito verde” que salía de una de las habitaciones. Como ya teníamos unos cuatro días sin comer arroz y sobreviviendo a base de hot dogs y hamburguesas, bien pudo tratarse de una alucinación olfativa.

Una de esas madrugadas, alrededor de las 2:00 a.m. con un frío cuasi nórdico en el exterior, los huéspedes fuimos despertados brusca y ruidosamente al dispararse la alarma contra incendios del hotel.

Los primeros segundos son de despiste total. Con las manos en la cabeza y los ojos desorbitados, intentas buscar el origen del ruido entre la oscuridad, pero es tan desesperante que no te queda más remedio que tirarte de la cama para intentar alcanzar la fuente de luz más cercana.

El ruido no cesa y comienzas a escuchar puertas que abren y el murmullo de otros huéspedes que comienzan a evacuar sus habitaciones. En ese momento te das cuenta de dos cosas: que no sabes para dónde correr porque nunca prestaste atención al cartel de la ruta de evacuación para casos de incendio y, segundo, que tu pijama no está en condiciones de un paseo nocturno.

Ahí, en medio del infernal ruido de la alarma, escuchas claramente la voz de tu madre que te advertía de jamás dormir en paños menores (o menos), ni con pijamas en malas condiciones... ¡por si tienes que salir corriendo a media noche! (gracias, mami).

Y ahí comenzó la segunda parte de la pesadilla. Sumándole al ruido (la alarma no se detuvo nunca), te sobrevienen unas ganas inmensas de ir al baño de puros nervios. No sabes si atender el llamado de la naturaleza o salir a la buena de Dios, porque encerrada en la habitación no puedes confirmar si se trata de una falsa alarma o no.

Me arriesgué. Fui al baño y agarré un abriguito que había tomado la previsión de dejar afuera para cambiarme rápido en la mañana (tú ves, mami, eso sí me lo aprendí), que cubrió lo más mortificante de la pijama para finalmente salir de la habitación. A estas alturas, quedaban unos pocos huéspedes bajando por algún lugar al fondo del pasillo que en el camino descubrí que era la escalera de emergencia.

Cuando llegué al piso de abajo, ubiqué a mis compañeros. Estaban tan despeinados como yo aunque con zapatos cerrados. No percibimos humo por ningún lado, pero hasta que no llegaron los bomberos no teníamos autorización de volver a nuestras habitaciones.

En esos minutos de frío, que se hicieron eternos en la intemperie, comencé a mirar a los huéspedes alrededor: había una doña con una cartera, otra llevaba su perrito y un cubrecama, más allá alguien llamaba con el celular. Un conocido atinó a tomar sus pastillas para la presión, por si acaso...

La moraleja de este incidente es que en cualquier momento, inesperadamente, te puede sonar la alarma contra incendios y, como me ocurrió a mí, puedes estar más o menos preparado para salir, aunque difícilmente puedas llevarte poco más de lo que tengas puesto en ese momento. Apenas lo que te quepa en las manos y lo que tengas en el corazón.

Entre el ruido, el frío y la confusión, entendí de lo que se trataba. Cuando suene la alarma... ¿qué podrás llevarte?

Ilustración: Ramón L. Sandoval