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El secreto está en los detalles.

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El secreto está en los detalles.

Hace unas semanas tuve la oportunidad de compartir casa y comida con dos parejas muy cercanas a mi corazón. Viéndolos interactuar y comunicarse pude entender algunas claves de éxito de sus respectivas relaciones, que si bien no son perfectas (no creo que exista alguna), son lo más parecido que he visto. Aclaro que no son recién casados: una de las parejas lleva más de 25 años juntos, y la otra unos 15, y han sobrepasado, como es natural, todo tipo de situaciones.

Ellos nunca supieron que tomaba nota de esos detalles para compartirlos. Conozco demasiada gente que entiende que existen “grandes” problemas en sus respectivas relaciones y quizás no se han dado cuenta de que en las “pequeñas cosas” pudiera estar la diferencia.

Para mí fue una verdadera experiencia de aprendizaje. Estos fueron los detalles que me resultaron más reveladores:

Caminan tomados de la mano: y posiblemente, por la fuerza de la costumbre, van con el mismo paso. Me pareció que este simple gesto les daba una sensación de seguridad y pertenencia.

Se miran a los ojos al conversar: no importa que el tema pareciera trivial, los ojos de mis amigos se buscaban y atendían con atención cada palabra. Entendí que mirarse a los ojos era una señal de respeto. Por supuesto, también tenían su particular lenguaje de comunicación: una mirada directa significaba “vámonos” y una de medio lado “date rápido”. Nunca vi al otro rechistar.

Se llaman para cualquier cosa: al final del día o en un descanso para el café, mis parejas amigas aprovechaban para contarse todo tipo de detalles. Cualquier excusa era válida para tomar el teléfono y conversar aunque sea por treinta segundos. Eso es verdadera intimidad. No hay que decirle a nadie “tenemos que hablar”, cuando se han pasado todo el día con pequeñas conversaciones.

Son corteses el uno con el otro: así tuvieran años y años de matrimonio, y tal como enseñaron a sus hijos, siempre se pedían las cosas por favor y se daban las gracias. Con toda naturalidad y sin trazos de afectación, se abrían las puertas, se tomaban por la cintura y tenían pequeños gestos de agrado uno con el otro.

Se llaman por apodos cariñosos: me imagino que en caso de desavenencias se utilizarán los nombres completos y el número de cédula, pero mientras están juntos la miel sabe amarga de tanto “mi amor”, “mi cielo”, “mi vida” y cuanta cosa más. Confieso que siendo yo misma bastante seca, hubo ocasiones en que me vi tentada a darles agua para contrarrestar tanta dulzura o tirarme del puente, pero como la confianza apesta, pregunté. La respuesta refirió, de nuevo, a la intimidad que comparten: se aman y es natural reflejarlo cotidianamente en pequeños gestos.

No se contradicen en público, y menos frente a los hijos. Son una unidad monolítica. Los trapos sucios se lavan en la habitación y a puertas cerradas.

Me atreví a preguntarles si nunca habían tenido un problema serio que pusiera en jaque su relación. Para mi sorpresa dijeron que no. Habían pasado por baches, pero siempre habían optado por ser sinceros y abiertos sobre sus sentimientos (no se guardaban un pique, menos un rencor) y siempre intentaban ponerse en el lugar del otro para evitar herirse. También compartían una misma fe y creían en algo más grande y más fuerte que ellos. No les daba vergüenza reír juntos, llorar juntos u orar juntos. No hay vergüenza en la intimidad.

Ellos encontraron el amor y decidieron trabajar muy duro en conservarlo. Y, quizás sin saberlo, convirtieron el sentimiento, con lo que tiene de volátil y emocional, en una decisión que ha dado frutos. Mis amigos decidieron amarse y es como si renovaran sus votos todos los días. Les ha funcionado y yo, de paso, he aprendido muchísimo para cuando me toque.

Ilustración: Ramón L. Sandoval.

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