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Entre el epiplón y el coxis

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Entre el epiplón  y el coxis

Hace aproximadamente tres meses comencé a sonar. Cada coyuntura de mi cuerpo decidió entonar alguna pieza y parecía que en cualquier momento reventaba una bisagra. Los “vientos” entre pecho y espalda se hacían cada vez más frecuentes y aparecían coincidencialmente cuando me bajaba o levantaba cualquier peso, por ligero que fuera.

Calculé las fuerzas que me quedaban, las dividí entre los años cumplidos y los multipliqué por los que tenía sin hacer ejercicio “en serio”. El resultado ordenaba tomar acción antes de que no pudiera caminar en tacos por miedo a los tobillos.

No soy fanática de los gimnasios, aunque reconozco que hay gente que ha hecho de ellos un segundo hogar y les va muy bien. Soy más de espacios despejados, instrucciones pausadas y música a bajo volumen. Preferiblemente con mi cuerpo como único instrumento.

Tomé la primera decisión. Me reencontré con mi paso rápido al caminar, pero necesitaba algo más. Recordé lo bien que me hicieron los ejercicios de Pilates más de una década atrás cuando la espalda absorbía todo el estrés de aquellos días en que trabajaba turnos de doce horas corridas.

Decidida a comenzar de nuevo, me inscribí en Pilates para iniciar de inmediato. Creyéndome una veterana y pensando que mi cuerpo recordaría los ejercicios, no le dije a la instructora que tenía como diez años que no hacía abdominales y comencé con la rutina. Todo fue muy bien hasta que pasaron los primeros diez minutos cuando comenzaron los sudores copiosos y las náuseas. Terminé como pude y llegué a mi casa en piloto automático.

Al día siguiente, mis hijas hicieron turnos para levantarme de la cama. Los huesos no se atrevieron a sonar porque estaban hechos papilla. Me dolían, literalmente, todos los músculos del cuerpo incluyendo las pestañas. Del epiplón al coxis y más allá.

Al finalizar la segunda clase solo quería ahogarme en una bañera llena de agua caliente y darme una sobredosis de pastillas de esas que combinan complejo B con analgésico. Ya las pestañas no me dolían tanto, pero sí los pabellones de las orejas y las uñas de los pies. En el trabajo la gente me cogió pena y hacía turnos para darme masajes y más pastillas.

Al cabo de un mes se me estaban quitando las ganas de llorar y pude completar la rutina. Comenzaba a disfrutar el asunto y a mirar sin ojos asesinos a la señora mayor de al lado que hacía sus ejercicios sin quejarse. Asistiendo dos veces por semana y caminando el resto, consistentemente, me sentía menos pesada, más flexible y más feliz.

Ya voy para los tres meses. Los cambios en mi cuerpo son lentos, pero evidentes, sobre todo en las razones que me llevaron a hacer ejercicio. Mis coyunturas ya no suenan, mi espalda se ubica en posición correcta por sí misma y los compañeros de rutina ya saben que no soy muda y que respondo por mi nombre.

Dicen los profesionales de la salud que el ejercicio, cuando no tiene la intención de matarte, libera endorfinas y provoca una sensación de bienestar. Todavía estoy esperando las dichosas hormonas y la sensación es elusiva, pero ahí vamos. Increíble cómo el organismo reconoce el esfuerzo y te recompensa de diferentes maneras.

Si me estás leyendo y te suena el cuerpo, comienza a caminar. De a poco, hasta que cojas confianza y vayas sumando pasos y kilómetros. O levanta pesas si tu espalda lo soporta. O brinca o baila, pero suda y quema calorías. Hay rutinas adecuadas para cada edad y estilos de vida. Una vida más saludable comienza con una decisión. Yo la tomé, no me arrepiento y no he muerto en el intento.

Ilustración: Ramón L. Sandoval