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Viudas

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Viudas

Son tres. Las tres se casaron con los hombres que soñaron, como todas las muchachas de su época. Y también, como todas esas muchachas, fueron educadas para atender a sus maridos. Ellas eran buenas cocineras, cosían si era necesario, muchachas conformes con lo que sus compañeros aportaban a las casas, trabajaron cuando fue necesario, parieron los hijos que el marido propuso mantener, eran mujeres “Sí, mi amor”, esa clase en extinción que se perdió en el siglo pasado. Una vez escuché a una de ellas decir: “soy feliz complaciendo a mi pareja, primero él y después yo”. Educaron a sus hijos como Dios manda, mantenían la casa limpia, mujeres ejemplares, renunciaron a sus apetencias personales para complacer a sus compañeros.

–A mí no me gusta la pelota, pero con el tiempo he llegado a disfrutarla a su lado, pero esta es la hora en que no la entiendo para nada –me dijo la viuda A.

–En casa ni un sí ni un no, nunca se pudo quejar de mí –comentaba la viuda K–. Una vez me equivoqué poniéndole más azúcar a su café, y con su sola mirada entendí que no lo podía volver a repetir. Se pasó todo el día en silencio ofendido porque, según él, no le prestaba atención.

Casa impecable, la comida a su hora en punto, su ropa mejor planchada que en la lavandería, es más, una de ellas cada mañana le sacaba desde su ropa interior hasta los zapatos que se iba a poner para que cuando saliera del baño no tuviera que pensar en ello.

Fueron felices, tan felices que parecían sombras de sus maridos. Cuando ellos hablaban jamás los interrumpían, palabra de Dios. A sus hijos los educaron entendiendo que en sus casas sus padres eran los ejemplos a seguir de perfectos maridos y, si en algún momento, alguna de ellas llegó a sospechar o dudar de una posible infidelidad, apartaban de su mente tal descabellado pensamiento con la certeza de que ojos que no ven corazón que no siente.

Y los caballeros perfectos comenzaron a morirse discretamente. Vi llorar a la viuda K como una demente en el sepelio.

–Mi vida se acabó con él –me comentó al oído.

La viuda H se portó como una mujer de la realeza, ninguna lágrima en público, y la tercera, la viuda A, con aire de satisfacción me repitió como la canción de Julio Iglesias: “los mejores años de mi vida se los di a él”.

Pasaron los meses después del luto y me las encontré en una fiesta. Tenían en sus rostros dibujada una sonrisa, se habían secado las lágrimas, las carcajadas se escuchaban a cada rato, una hacía chistes colorados, la otra fumaba y la tercera se bebía su cubata con desenvolvimiento.

–Las viudas alegres -les dije.

–Ellos nos dieron el tiempo ahora para hacer lo que queramos –contestó la viuda H.

–¿Alguna se piensa volver a casar? –pregunté interesado de escucharlas.

Al unísono contestaron: “jamásssss”. Y nunca había escuchado una ‘s’ tan alargadaaaaa.

–¿Y ahora qué? –continuó mi atrevida entrevista.

–Ahora tenemos el control.

–¿De sus vidas?

–No. De la televisión. Amanecemos viendo series, la de Luis Miguel nos tiene arrebatadas, ese muchachito sí ha sufrido. ¡Ay Freddy, a todo se acostumbra uno!

Y dicho esto botó el humo de cigarrillo que tenía acumulado y se sirvió otro trago.

A las viudas las sopla el...

Ilustración: Ramón L. Sandoval