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Archivos y costumbres

Todavía hoy existe la práctica de ocupar terrenos dotados de sus títulos de propiedad, es decir no realengos, que se constituyen en objetivo de la malicia de muchos para hacerse con lo ajeno por medio del procedimiento de declararse padres de familia, necesitados, con derecho a ocupar lo que no les pertenece.

En una interesante investigación de Amadeo Julián, contenida en el número 193 de la revista Clío, órgano de la Academia Dominicana de la Historia, se ponen de relieve algunas de las costumbres y prácticas de la época colonial, así como la situación de los documentos y archivos de aquel entonces.

Así, por ejemplo, se destaca el hecho de que los monarcas españoles, no obstante estar investidos del poder absoluto por derecho divino, consentían a sus súbditos el derecho de dirigirse por escrito directamente al rey. Y alertaban de que “a los que actuaren en contra (funcionarios) serían castigados con la pérdida de todos sus bienes y de cualquier merced que les hubiera sido concedida.”

Aquello debía ser una piedra angular para mantener prácticas de buen gobierno, puesto que la distancia y precariedad de las comunicaciones entre metrópoli y colonia, dificultaba el conocimiento mutuo de lo que ocurría.

A pesar de lo anterior, existían trabas burocráticas que tendían a la opacidad y a esconder la realidad. En 1554, Diego Caballero, secretario de la Real Audiencia, se resistía a que se escribieran y firmaran las actas los días en que se reunían los miembros del cabildo, lo que implicaba según Gonzalo Fernández de Oviedo “que no se les podía tomar cuenta, tanto si actuaban bien como si, por el contrario, cometían algún acto criticable.”

Oviedo insistía en que “se procediera a hacer un inventario y a aconsejar que estuviera destinado a la publicidad, para permitir el acceso del público al conocimiento de la documentación.”

Siglos después, en la República Dominicana de hoy, se hace cuesta arriba encontrar la información veraz y completa que requieren los ciudadanos, verbigracia en materia fiscal, presupuestaria y monetaria, lo cual induce a pensar que ese comportamiento tiene su origen en aquellas prácticas opacas de antaño.

Lo extraño es que ni aun el transcurso de los siglos ha podido modificar esa conducta, lo cual es una medida del insuficiente grado de institucionalidad alcanzado.

Cuando Francis Drake invadió la ciudad en 1586, el canónigo Alcocer anotó que “hubo quejas de que la ciudad perdió todos sus papeles, memorias y escrituras porque el inglés hizo trincheras de ellas y las quemó a la partida.” Sin embargo, Amadeo Julián tiende a reducir el daño, ya que sugiere que pudo haber sido la del “archivo eclesiástico de la Catedral de Santo Domingo la que sufriera algún menoscabo”.

En 1766 el fiscal Vicente de Herrera advertía que si en el país no se podían conservar los archivos, a causa de la polilla, “siendo sus papeles testigos, que hablasen en la más remota posteridad a favor de los derechos y honor de los ciudadanos y de la justicia”, debería evitarse que “este gravísimo mal sirviera de escudo de la malicia”.

En 1767, el cabildo de Santo Domingo intentó oponerse al procedimiento de composición de tierras realengas.

Según Amadeo Julián “no solo se alegaban los efectos de las guerras y ataques de los corsarios y piratas, terremotos y huracanes, para tratar de justificar no presentar los documentos requeridos para probar la propiedad de la tierra, sino que también se invocaban las enfermedades, tales como varias pestes de viruelas, evacuaciones de sangre o disentería, que habían producido la muerte de los más viejos pobladores, y dejado en manos de niños incautos y mujeres descuidadas los instrumentos y títulos.”

Todavía hoy existe la práctica de ocupar terrenos dotados de sus títulos de propiedad, es decir no realengos, que se constituyen en objetivo de la malicia de muchos para hacerse con lo ajeno por medio del procedimiento de declararse padres de familia, necesitados, con derecho a ocupar lo que no les pertenece. ¿Vendrá este comportamiento de aquellas prácticas antiguas?

El daño que recibía la documentación por el efecto del rigor extremo de los factores climáticos, llevó a Fernando Joseph de Haro a proponer en 1699 que la ciudad capital se estableciera en medio de la isla. ¿Acaso hubiera sido un país diferente de haber estado situada la capital, por ejemplo, en Jarabacoa? O en Angelina, como se propuso en 1857 en los debates de la constituyente de Moca.

Para aliviar el mal asociado a la humedad y el calor, los franceses establecieron en la parte oeste de la isla la costumbre de que “cada notario, magistrado y cura de parroquia estaba obligado a enviar anualmente copias legalizadas de todos sus registros y transacciones a los archivos de París”.

De la misma manera, en la ciudad de Santo Domingo “desde el siglo XV se estableció la práctica de no enviar los originales de las disposiciones legales a sus destinatarios hasta que el texto hubiese sido copiado íntegramente en un libro registro (cedulario)”, pero eso no evitaba que las polillas se los merendaran.

En el Archivo General de la Nación se encuentra documentación de la época colonial procedente de los Archivos Reales de Bayaguana y Monte Plata (54 legajos); del Archivo Real de Higüey (61 legajos); y del Archivo Real del Seibo (54 legajos). Los documentos más antiguos son de 1606.

Esto, y no mucho más, fue lo que se salvó de los archivos coloniales, junto con las malas costumbres que se resisten a caducar.

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