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Zona fronteriza
Zona fronteriza

Y allá, en la frontera...

Los bateyes Jaramillo y Juliana se encuentran exactamente a 234 kilómetros del Gran Santo Domingo y a unos cinco del centro de San Fernando de Montecristi. Lo que sucede “allá” muchas veces resuena “aquí” como cadenas que arrastra en la sombra un fantasma: una posibilidad incierta. Mientras, el ser humano se escuda en la política de la supervivencia (o de la indiferencia) para voltear el rostro ante una realidad que, si es de su conciudadano, también es suya.

Y allá, en la frontera...

MONTECRISTI. Reacciones en torno a los bateyes Juliana, Jaramillo y otras comunidades de línea noroeste: “invasión, ocupación”. Las voces resuenan cual grito de alarma, dejando a su paso un rastro espeso de interrogantes plagados de desconfianza.

Salvo contadas excepciones, no hay una trascendencia de dimensiones justas de su realidad. ¿Cuál realidad? ¿Que hay haitianos? Es cierto. Como los hay desde principios del siglo XX cuando cercados por la pobreza que les acorralaba en su país, huían hacia cualquier esperanza que les brindara el destino, que entonces fue la industria azucarera que se encontraba en expansión.

El estudio sobre Migración y Salud en Zonas Fronterizas, realizado por el Centro Latinoamericano y Caribeño, así lo corrobora: “Con la ocupación militar estadounidense se otorgaron las primeras autorizaciones para el ingreso de trabajadores haitianos por medio de un ‘sistema de contratos regulados’. Muchos de ellos fueron traídos para trabajar en los ingenios azucareros y en las obras de construcción pública impulsadas por autoridades estadounidenses. La migración haitiana tiene una clara motivación económica”.

¿Que hay ilegales? Es cierto. Mas no todos. Una gran mayoría tiene todos sus papeles, otros únicamente sus penurias, sus historias a cuestas, su verdad... y por eso no les importa desafiar la ley. Después de todo, ¿qué más pueden perder?

¿Que eso no lo justifica? Nosotros lo sabemos, las autoridades que custodian la carretera Manuel Aurelio Tavárez Justo, por la que se accede a estos terrenos, lo saben y los empresarios que los contratan también. Es la historia de nunca acabar. La mano de obra haitiana ha estado vinculada a los procesos económicos de industrias del sector construcción y productivo, como es el caso de estos dos bateyes citados. Actualmente se puede estimar que casi el 99% de los que trabajan en las plantaciones de guineo son haitianos.

¿Es un tema para preocuparse? Por supuesto. Es evidente que las leyes migratorias necesitan refuerzos para que se cumplan. Que la frontera necesita un personal que no discrimine a su conveniencia a quién deja cruzar, quién revisa, a quién le concede garantías y excepciones, y a quién no.

¿Han sido los dominicanos que vivían allí desplazados por los haitianos que llegaron? ¿Los haitianos nos invaden? Esta es la historia con la que se encontró un equipo de Diario Libre en una visita a estos lugares durante dos días.

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Vecinos de Jaramillo se resguardan del candente sol en una sombra a la entrada del batey. (DENNIS M. RIVERA PICHARDO)

Hay bateyes, hay haitianos...

El río Yaque del Norte luce inofensivo. Cruzamos el puente sobre él hacia la carretera Manuel Aurelio Tavárez Justo que comunica la comunidad de Montecristi y Dajabón. El vehículo se detiene frente al primer puesto de revisión militar. Estamos cerca. Una autopista despejada nos conduce y antes de girar hacia el batey, notamos unas plantaciones de tabaco que prometemos visitar al día siguiente.

A la izquierda, un camino se abre entre los arbustos. A pocos metros te encuentras primero con Jaramillo. Sus casones se van haciendo más grandes en la medida en que te acercas y te reciben con su aspecto imponente, a pesar del visible rastro de abandono.

Un bebé desnudo en brazos. Dos o tres muchachos, una jovencita, un adolescente, una mujer, una niña. Todos están repartidos a la vera de la puerta de la entrada, bajo la sombra de un árbol enorme y de una casita que en algún momento fue la del portero.

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Manesi José lleva viviendo 36 años en el Batey Jaramillo. (DENNIS M. RIVERA PICHARDO)

Fuera del vehículo y luego del intento de presentación, nos saluda amablemente Manesi José. Tiene 53 años y 36 viviendo en el batey. Casi de inmediato intuyes que él es líder o al menos una figura muy respetada; que conoce y tiene algún tipo de control de lo que sucede, por ende, es la persona indicada para conseguir cualquier información.

Con la amabilidad que caracteriza a la gente del campo, Manesi se ofrece para servirnos de guía y nos cuenta la historia entre pregunta y pregunta, mientras caminamos entre las enormes viviendas construidas exactamente igual.

Viven unas 125 personas repartidas en 65 familias. La mayoría son haitianos, salvo uno o dos. La mayoría de los dominicanos empezaron su éxodo en el 2009. “Es por la subida del río”, contesta como si nos leyera la mente. Además de trabajar en los campos de guineo (desde las 8:00 de la mañana hasta las 12:00 del mediodía y luego de 2:00 a 5:00 de la tarde), también siembra tomates, “como otros”.

Las casas “parecen” deshabitadas. Hay un silencio cómplice que “parece” ocultar algo tras las paredes, pero no inquieta, no es extraño, más bien “parece” orquestado. Ni el murmullo de un niño que juega, ni voces, ni el sonido de la cotidianidad de cuando se está en la casa. No se escucha nada.

Una mujer saca medio cuerpo de entre una de las grandes casonas. Seguro advirtió la presencia de los extraños y le ganó la curiosidad. Se quedó allí parada, ahora con todo el cuerpo a la vista, hasta que dejamos de verla.

Vemos en un extremo los baños construidos por Oxfam, es una confederación internacional de oenegés que trabajan por las injusticias sociales que causa la pobreza. Del otro, cordeles con ropa tendida. Ya casi son las dos de la tarde y el sol brilla sobre un cielo despejado y azul. Hace muchísimo calor.

Seguimos caminando, en círculo, rodeando el perímetro. No tienen luz, pero les preocupa más la falta de agua. Cada cinco días va un camión a venderles porque no tienen otra forma de conseguirla. Los domingos viene del pueblo (Montecristi) un pastor. Dice que llega tempranito (a las 6:30 am) para preparar el culto en tanto nos señala una de las casas que sirve de Iglesia y a veces, en una especie de sala de tareas. Los niños no tienen oportunidad de recibir educación. La escuela no funciona “hace años”.

Conversamos unos minutos más, pero Manesi tiene que volver al trabajo. Antes de irse, encarga a uno de los jóvenes que están sentados en la entrada para que nos acompañe en lo que nos queda de trayecto y, en un gesto que advierte que olvida algo, se aleja hacia su casa, que es la primera de la hilera. Nos pide esperar un momento. Al salir, pone en las manos del fotógrafo una auyama y en las de quien escribe, un melón, ambos de muy buen aspecto y tamaño. Sonreímos y le agradecemos. Al fin nos marchamos con la promesa de buscarlo una vez terminemos nuestra tarea en el batey.

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Las antiguas estructuras parecen deshabitadas pero son el hogar de unas 125 personas. (DENNIS M. RIVERA PICHARDO)

... de día, de noche

Unos metros más adelante seguimos en Jaramillo. Hay restos de edificaciones con recuerdos de viviendas en sus paredes. ¿Aquí vive gente? “Si”.

Las casas están más separadas y alejadas del camino principal. En el centro de todo ese perímetro desolado y mucho más destruido que el habíamos dejado atrás, se ve un ranchito con una pequeña enramada. Es el colmado de Francisca, que duda si salir o no cuando nos ve de pie frente a su puerta.

A un lado del mostrador, hay una única bocina, enorme, sobre una mesa. Está conectada a un radio que parece una caja rectangular con botones. Funciona con baterías y, junto a las bombillitas de colores y las guirnaldas que cuelgan de la enramada -más con aire de resaca que de fiesta- se animan las noches de aquella disco-terraza improvisada. Es una afirmación intuida y que la dueña del ventorrillo me confirma.

Por supuesto, no pueden faltar las cervezas. “¿Están frías?” Asiente como si aquella pregunta fuera ofensiva. Mandan a comprar hielo al pueblo y guardan las botellas en un congelador. En las noches están listas para mitigar las penas de sus compradores.

Poco a poco, la gente se va acercando con cierto recelo a la pequeña enramada. Nuestro guía nos sirve de traductor porque no entienden ni hablan bien el español. Nos examinan con cuidado y tardan un poco en responder. Hasta que uno de ellos, que estaba distante y callado hace un rato, dice algo que comprendemos. Nos acercamos y le pedimos que nos cuente cuándo y cómo llegó al batey.

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Su nombre es André. Viaja dos veces al año: seis meses en Jaramillo y seis meses en Haití, con su esposa y sus dos hijos. Trabaja también en la siembra de bananos.

Caminamos a su lado hacia el lugar donde ¿vive? Un cuarto de unos 12 m2 sin ventanas, cuya única ventilación es la que entra por la puerta desvencijada y angosta. Afuera, un caldero con agua. Cuando se disponía a cocinar escuchó la visita y fue a mirar.

Nos permite pasar. Sus movimientos son pausados, pero ahora se apresura en buscar algo que está debajo de la cama. Nos muestra su identificación como parte de un ejercicio acostumbrado más que por temor. Tiene un semblante tranquilo, pero hay una sombra que nubla su mirada. De un momento a otro, saca una fotografía: sus hijos, una niña y un niño. Ambos están en la escuela en Haití. Trabaja aquí para pagar sus estudios y darles de comer. Cuando tomamos la foto para verles de cerca, le espío de refilón: sonríe levemente. Su rostro parece abrasado de nostalgias y dolor. Sus ojos brillantes se refugian en algún objeto tirado en el piso y todos guardamos silencio por unos segundos.

Noto que hay un envase de aluminio con una fundita de arroz, una lámina delgadísima de arenque, una sopita y otra funda con repollo. Torno la conversación hacia lo que va a cocinar buscando desatar el nudo que llevo en la garganta.

Al terminar la entrevista, sale a despedirnos y se pone en seguida a encender el anafe diminuto sobre el que pone el caldero que nos dio la bienvenida hace un momento. Ha vuelto a la postura inexpresiva que le sirve de coraza. Seguro tiene hambre... mucha hambre... mucha...

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Cuando la escuela es el hogar

Yahaira Silverio García tiene 20 años y tres hijos. La encontramos sentada en una silla plástica junto a una amiga que mira sin parar el celular. Es el edificio de una escuela que ella dice ha estado abandonada desde hace 18 años. Vive allí con sus hijos y su esposo, que “ahora está en trabajando en la pecera de bananos”. Asegura que no ha recibido ningún tipo de reclamo por estar ahí desde hace poco más de un año.

Ellos son de los pocos dominicanos que quedan en Jaramillo. Dice que los demás se fueron porque no les gustaba estar entre los haitianos: “Son muy bullosos y tienen mala maña”. Yahaira se ayuda vendiendo gasolina. Los galones con el líquido están sobre una mesa, pero no hay un letrero que diga “se vende”. Cierra la puerta tras nosotros con una cadena y trata de calmar al niño que lleva en sus brazos. Su amiga no apartó nunca los ojos del celular.

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Yahaira Silverio vive junto a sus hijos y esposo en una escuela abandonada en los predios del Batey Jaramillo. (DENNIS M. RIVERA PICHARDO)

... la vida sigue

Custodiando el camino de lado y lado están los sembradíos de banano. Los que alcanzamos a ver están con los racimos cubiertos de una funda blanca para protegerla de los insectos. Recorremos al menos un kilómetro y cruzamos otro portón antes de llegar al batey de Juliana, dejando un rastro de polvo amarillento sobre una mujer que camina con el rostro cubierto. Son las 4:00 p.m., y el sol brilla sobre las casas idénticas a las que vimos al llegar a Jaramillo, como si tuviera un filtro de los que se usan en Instagram. El calor es seco pero no sofocante.

En este batey hay una compañía de exportación del fruto agrícola: Coral Castle. Frente a ella, Juliana está callada y solitaria. Hay dos o tres personas que se asoman al ver el vehículo. No tardan mucho en acercarse a nosotros, al principio guardando las distancias hasta que logran sentirse seguros mientras nos examinan de arriba a abajo. No parecen estar muy acostumbrados a la visita de “extraños”.

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La compañía bananera Coral Castle se dedica a la exportación de frutos a Europa. (DENNIS M. RIVERA PICHARDO)

Inorel Renelon, 36 años

Cuando cruzó la frontera para quedarse en el país tenía 18 años. Se estableció en Villa Vásquez a recoger tomates por RD$50. Después se fue a la Ceiba de El Salado, por la zona de Bávaro, a trabajar en carpintería. De ahí se marchó a Baní a vender cocos y queso de hoja por sus calles. Su último destino fue el Batey de Juliana donde reside de forma legal desde el 2009. “Tengo mi propio negocio. Vendo ropa, chancletas, jabón, de todo. Ya tengo un año que no trabajo en fincas ajenas”.

Inorel fue quien salió a nuestro encuentro cuando llegamos a Juliana. Nos sentamos a la sombra de una casa y nos dijo que la vida allá es tranquila y que se lleva bien con todos. En Juliana quedan dos dominicanos que en ese momento no están: Mingo y Pesao.

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Inorel Renelon posa para una fotografía frente a su hogar. (DENNIS M. RIVERA PICHARDO)

Aprovecha que estamos para denunciar que hay unos cuantos haitianos que no pueden soportar: “Ellos no tienen un gobierno bueno que los pueda ayudar. Pero aquí trabajan y gastan su ‘cuarto’; y un haitiano dando machetazo a otro, no se puede. ¿Por qué? Porque son hermanos. Cuando la policía viene de noche, y si están buscando, puede pasar lo que pase, le das 20, 50 pesos y se van de una vez. Pero las cosas no pueden ser así, aquí necesitamos un alcalde”.

Al igual que en Jaramillo no tienen agua; solo los sanitarios que les construyó Oxfam. Compran agua de botellón para tomar y se bañan en un canal que pasa cerca del batey.

En una de las crecidas del río durante las lluvias en el 2004, se comenzaron a ir los dominicanos que vivían en Juliana: “Aquí los dominicanos siempre vienen a cobrar su dinero mensual (de las casas) y se van”. Se refiere a los que vivían allí antes que ellos, que ahora se valen de las viviendas que quedan en el batey como un usufructo.

La posición del Sol nos urge a partir. Nos alejamos de Jaramillo con el peso del calor y las miradas sobre los hombros. Dejamos a nuestro guía en Juliana y buscamos a Manesi, pero no había llegado. Pensamos esperarlo pero tenemos que irnos. Debemos llegar a Dajabón para el cierre de la frontera.

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