Popularizar la democracia
La democracia no se sostiene solo con votos y discursos
Creer que la democracia se sostiene sola con elecciones, cifras y discursos se ha vuelto costumbre. Es una confusión peligrosa. Como si bastara contar votos, mostrar estadísticas macroeconómicas y repetir la palabra "institucionalidad" para darla por garantizada. No es así. La democracia, si no se populariza, se vacía.
Popularizarla no significa caer en populismo ni repartir favores. Significa algo más exigente: construir políticas públicas que beneficien al conjunto, no a clientelas; fortalecer derechos sin convertirlos en dádivas; devolver dignidad al trabajo esforzado como principal vía de ascenso social. La democracia se debilita cuando el esfuerzo deja de valer y la cercanía al poder se convierte en atajo.
Hoy abundan indicadores, pero escasea la experiencia democrática real. El ciudadano cumple —trabaja, paga impuestos, vota— y muchas veces no recibe servicios proporcionales ni espacios reales de decisión. Se le convoca cada cuatro años y luego se le administra. Esa distancia erosiona la confianza y abre la puerta al cinismo, cuando no a la tentación autoritaria.
Popularizar la democracia implica coherencia entre principios básicos: legalidad que se cumpla, instituciones que funcionen, partidos que formen y no solo repartan candidaturas, y un Estado que no sea botín ni escalera personal. Implica también romper con la idea de que gobernar es distribuir privilegios y no organizar lo común.
La región ofrece señales claras, como las recientes elecciones en Chile o el fenómeno Bukele en El Salvador. Cuando la democracia no resuelve lo esencial —seguridad, empleo digno, servicios—, el electorado deja de votar por convicción y empieza a hacerlo por urgencia. Ahí se fractura el pacto democrático.
Recuperar la democracia pasa por bajarla del discurso y llevarla a la vida cotidiana. Hacerla tangible, justa y exigente. Sin clientelismo, sin populismo, pero con resultados. Solo así vuelve a ser creíble.

Aníbal de Castro