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Cuando la democracia se mide por la dignidad

La distancia entre el Estado y la experiencia cotidiana de los derechos

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Cuando la democracia se mide por la dignidad
Proteger la dignidad implica, además, poner límites al poder. (FUENTE EXTERNA)

Hay países que cumplen con los rituales formales de la democracia —elecciones, leyes, presupuestos— y, aun así, no logran algo esencial: que las personas sientan que el Estado está de su lado. No es solo un problema de trámites, ni de diagnósticos técnicos. Es una distancia más profunda entre el poder público y la experiencia cotidiana de los derechos. Cuando esa distancia se amplía, la democracia empieza a vaciarse, aunque conserve sus formas.

El economista Amartya Sen lo explicó con claridad: el desarrollo no consiste únicamente en crecer, sino en ampliar las capacidades reales de las personas para vivir con dignidad. Martha Nussbaum profundizó esa idea al señalar que existe un umbral mínimo de condiciones que ningún Estado debería permitir que se deteriore. Cuando ese umbral se rompe, los derechos dejan de sentirse como garantías y se convierten en promesas lejanas.

Proteger la dignidad implica, además, poner límites al poder. El jurista Luigi Ferrajoli ha insistido en que un Estado democrático se define por su capacidad de someterse a reglas, incluso cuando actúa en nombre del orden o la eficiencia. Hannah Arendt, desde otra perspectiva, advirtió que uno de los mayores riesgos para la democracia no es la maldad abierta, sino la burocracia que actúa sin reflexión, que cumple procedimientos sin hacerse responsable de sus efectos humanos.

Pero la democracia tampoco se sostiene solo con normas. Jürgen Habermas recordó que la legitimidad no nace únicamente del voto ni de la eficacia administrativa, sino del diálogo público. Un Estado puede decidir rápido, pero si no escucha, pierde confianza. Y sin confianza, ninguna política pública logra mantenerse, por correcta que sea en el papel.

Ahora bien, escuchar sin actuar también genera frustración. Peter Drucker lo resumió con una frase tan simple como exigente: lo que no se gestiona, no existe. La ética sin resultados se vuelve discurso vacío. Desde la economía institucional, Douglass North y Barry Weingast demostraron que las reglas claras y las instituciones creíbles no solo ordenan el poder, sino que generan desarrollo sostenible.

A este panorama se suma un malestar propio de nuestro tiempo. Zygmunt Bauman habló de sociedades marcadas por la incertidumbre y el miedo. Michel Foucault mostró cómo el poder moderno opera muchas veces de forma invisible, a través de prácticas cotidianas que terminamos normalizando. Byung-Chul Han añade que vivimos en una sociedad cansada, saturada de ruido, donde incluso la capacidad de escucharnos se ha debilitado.

Todo esto obliga a repensar el sentido del Estado y de la democracia. El desafío no es escoger entre autoridad o derechos, entre gestión o diálogo. El verdadero reto es integrarlos: construir un Estado que funcione porque escucha, que decide con reglas claras y que actúa con resultados verificables, sin perder de vista que su razón de ser es la dignidad de las personas.

La democracia no se agota en procedimientos ni se sostiene solo con eficiencia. Se renueva cuando el poder se deja interpelar, cuando la gestión se somete a evaluación pública y cuando los derechos se sienten en la vida diaria. Solo entonces deja de ser una promesa abstracta y se convierte en una experiencia real para la ciudadanía.

Porque, al final, un Estado que funciona no es el que más promete ni el que más controla, sino el que escucha mejor, decide con justicia y cumple con responsabilidad.

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Defensor del Pueblo de la República Dominicana.